20100826

Silencio contemplativo o de inefabilidad mística


En el sótano de una vieja casa se guarda un baúl mundo y, dentro de él, una joya, que lleva por nombre “aleph”, y en la que reside el mundo. Es una pequeña esfera tornasolada, con diámetro de no más de tres centímetros. En ella están el espacio y el tiempo cósmico con todos sus acontecimientos, presentes, pasados y futuros. Quien ve la joya, ve también, de un solo golpe, todos esos acontecimientos. Pero quien ha contemplado el “aleph” es radicalmente incapaz de informar de nada de lo que ha visto. El problema central permanece irresoluble: imposible la enumeración, ni siquiera parcial, de un conjunto infinito; imposible la traslación al orden sucesivo del lenguaje de una visión acontecida en simultaneidad.
Jorge Luis Borges

En cierto verso del célebre canon del Islam esotérico Risâlat al-Ahadiyya (traducido normalmente como El Tratado de la Unidad), mayoritariamente atribuido al místico sufí Ibn‘ Arabî, aproximándose hacia el final del texto, se lee:
Pensabas que eras tú. – Ahora bien, tú no eres y nunca has existido. – Si fueras tú, serías El Señor, ¡El segundo de dos! – Abandona esta idea, - Pues no hay diferencia alguna entre vosotros dos en relación con la existencia. – Él no difiere de ti y tú no difieres de Él. – Si tú dices por ignorancia que eres distinto de Él, - Entonces tienes un espíritu rudo. – Cuando cesa tu ignorancia, te vuelves suave, - Pues tu unión es tu separación y tu separación es tu unión. – Tu alejamiento es una aproximación y tu aproximación es una partida. – Así es como te vuelves mejor. – Deja de hacer razonamientos y comprende por la luz de la intuición, - Sin la cual se te escapa lo que irradia de Él. – Guárdate mucho de dar un asociado cualquiera a Allâh, - Pues entonces te envileces y eso por la vergüenza de los idólatras.
La anulación absoluta de la consciencia subjetiva o identidad propia (la supresión radical del principium individuationis que tanto remarcaba Schopenhauer como piedra angular del mundo como representación); el evidente rechazo de cualquier concepción dualista de la realidad en contraposición a la figura de la divinidad entendida como entidad unitaria total (identidad Dios-Existencia); la desconfianza o hasta el rechazo del ámbito racional y conceptual del hombre al ser vistos como obstáculos para la contemplación inmediata de lo sagrado: toda esta serie de fenómenos no es una cuestión exclusiva del sufismo, ni un problema particular de esta doctrina, huelga decirlo ¿Qué queremos decir con esto? Que este tipo de disolución de nuestra personalidad de cara a la trascendencia inmanentista característica de las cumbres del sentimiento de lo religioso, y sobre todo a través de la experiencia tan particular que lo involucra, más la aparente imposibilidad de traducir esta experiencia al idioma humano, a las palabras y a los símbolos habituales, aparece con una periodicidad sorprendente, como una constante en todos los caminos místicos que he conocido hasta el momento, en las más notables doctrinas devocionales y a través de las más diversas vías de redención, en todos los lugares y en todas las épocas. Nada nuevo sin duda, y sin embargo, no deja de parecerme bastante peculiar cada vez que recaigo en el tema.
Lo que nos llama particularmente la atención en este trabajo por encima de todo, es aquella cruda advertencia sufí de “guardarse mucho de dar un asociado cualquiera a Allâh (Dios)” so pena de ser partícipe del más vergonzoso envilecimiento, es decir, de nombrarlo incorrectamente; de atribuirle por medio del pensamiento-lenguaje discursivo propiedades conceptuales e intelectuales que se supone no le corresponden. Esta frecuente precaución nominal al interior de los cánones sagrados del esoterismo de ciertas tradiciones religiosas es tan sólo el sutil comienzo de un fenómeno común, el cual relaciona otros dos importantes fenómenos a su vez: el del silencio y el de la experiencia místico-religiosa. Hablamos del fenómeno de aquella suerte de abstinentia conceptual que llamaremos aquí silencio contemplativo, y más apropiadamente, inefabilidad mística. Trataremos de explicarnos a continuación más detalladamente respecto de esto.
Si junto con Gadamer rechazamos que sólo el ser susceptible de comprenderse es lenguaje, entonces, indagando con base en esta aseveración y separándonos un poco de la postura gadameriana en Verdad y método, ¿en dónde quedaría ese algún otro ser que no pudiera ser comprendido, es decir, traducido a concepto, a palabra, a imagen? Tendría que estar, por oposición, y observando el problema bajo una lógica deductiva básica, en una especie de no-lenguaje, en una suerte de no-ser. Si miramos de cerca, Gadamer mismo vislumbra de manera inmediata el vínculo que existe entre afirmar un estatuto ontológico absoluto del lenguaje lo aproxima hacia el problema de la inefabilidad. Es así como logra salvar a su propuesta de ser encasillada dentro de una radical ontologización del lenguaje, tan cara a su hermenéutica, afirmando a su vez la relatividad valorativa de lo que en algún momento, sería susceptible de catalogarse como “indecible”, pues las plataformas interpretativas son intercambiables, y lo que para alguien es inefable, para otro podría bien no serlo. No suena descabellado mas, sin embargo, ¿por qué tantas coincidencias culturales y religiosas en el momento de rozar el problema de la inefabilidad mística? ¿Por qué nadie ha sido capaz de traducir exitosamente al pensamiento-lenguaje discursivo semejante experiencia según sus propios testimonios?
Retornando a nuestro planteamiento dualista anterior, podemos aprovecharnos de la enunciación gadameriana para exponer sus posibles consecuencias en otro sentido distinto del que él aplica (con permiso, cabe decirlo, de la flexibidad interpretativa que el propio Gadamer nos otorga), desde otro horizonte de interpretación: de cara a ciertas vivencias muy particulares que ha experimentado el hombre a lo largo de su historia, no pareciere que la aprehensión racional ni lingüística, entendida como puramente discursiva, abarque por completo a la totalidad de las cosas y de los hechos manifiestos bajo estas modalidades de la realidad, si no sólo aquella parte del ser que puede aprehenderse, comprenderse; que se devela de lleno a nuestra capacidad intelectual humana, bajo nuestra supuesta estructura ontológica pre-comprensiva en su modalidad de pensamiento-lenguaje discursivo, en la que, como ya vimos, tanto el silencio lógico como el dialéctico son piezas fundamentales. Esta experiencia a la que nos referimos, desde luego, es la afamada –y a menudo pobremente enfocada– experiencia mística.
Es posible, siguiendo nuestros propios diagnósticos, que se conserve una parte del ser (entendido aquí como realidad omniabarcante, pan-ontológica) velada, una que no pueda ser aprehendida por el pensamiento-lenguaje discursivo, y por ende, imposible de ser comprendida por aquel ente individual y finito, el hombre, en todos sus despliegues, bajo la totalidad súbita de sus manifestaciones. Esta, a mi parecer, corresponde a aquella realidad que ha sido llamado en innumerables ocasiones (a veces de manera vulgar o poco afortunada) ‘la experiencia del ser’, tema central de la filosofía heideggeriana (Sein), por poner un ejemplo filosófico más o menos familiar a nosotros. Pero tal determinación, vaga e inaprensible casi por definición, parece siempre escapársele no sólo a Heidegger sino a cualquier filósofo lógicamente riguroso, sobre todo si se quiere mirar como una parte medular dentro de la constitución y estructura de diversas tradiciones religiosas y de culto en el ámbito de la mística: ‘la experiencia del ser’ no como mera participación conceptual de la partícula sustantivante de nuestro verbo fundamental, ni a la manera filosófica, como reflexión sobre el fundamento ontológico mismo (tema de nuestro siguiente capítulo, por cierto), sino en tanto inadecuada aprehensión discursiva de la experiencia de la totalidad de la realidad recibida de golpe por un sujeto individual, de la Existencia (con 'e' mayúscula) desplegada enteramente, en su acuciante infinitud, de manera abrupta y momentánea sobre alguno de nosotros: algo inimaginable, irrepresentable incluso bajo el cariz del mito, de la epopeya alegórica o de la ciencia ficción contemporánea ¿Cómo podría soportar Arjuna el espectáculo de la manifestación de la Forma Universal (Vishvarupa) de Krishna (Dios) en el Bhagavad Gita sin sentirse obnubilado, apabullado, enloquecido, fuera de sí, temblando de horror frente al inconmensurable esplendor de todas las facetas posibles de lo real concentradas en un mismo punto, un mismo sujeto, con sólo dos ojos y un débil discernimiento? El mismo Heidegger, a decir de una curiosa anécdota relatada por Erich Fromm a Octavio Paz, no pudo sino desconcertarse ante la inusual respuesta de la famosa ‘pregunta por el ser’ por parte de Suzuki desde una postura budista zen, conocida y sutilísima tradición ‘mística’ del Japón (o al menos, equiparable en parte hacia una especie de misticismo, tomando en cuenta la experiencia pura del satori, como su principal y espontáneo objetivo). El hecho tan típico de esta doctrina de golpear con su bastón al alumno por parte del maestro en lugar de otorgar una respuesta definitiva a preguntas de hondo calado filosófico, o de plantear imágenes imposibles (koan) con el fin de intentar romper las categorías intelectuales con las que la mente está acostumbrada a trabajar, nos acerca más al meollo del asunto de nuestro silencio contemplativo, pues, como le contestó Suzuki a Heidegger, “para el Zen no sólo salen sobrando las preguntas, sino también las respuestas”.
Asentemos correctamente lo anterior. Bien es cierto que el ser se ha dicho y se dice de muchas maneras: el diagnóstico aristotélico resulta ser correcto en su aplicación después de todo; no obstante, de manera más precisa, y en especial en aquellas tradiciones que pueden ser englobadas bajo la ambigua pero a veces imprescindible etiqueta de ‘místicas’, la nomenclatura imprecisa del ser, del Ser, bajo su forma de experiencia directa, de participación completa y hasta de fusión disolutiva en la totalidad de lo real, suele cristalizarse solamente de manera posterior a semejante vivencia radical, ya objetivado y acuñado lo vivido, y a menudo, simbolizado como la divinidad misma bajo un imaginario místico-religioso muy particular, pasando a ser parte indefectible de una larga tradición, como bien apunta Gershom Scholem en varios de sus magníficos trabajos sobre el pensamiento cabalístico o misticismo judaico (Kabbalah, significa, en esencia, tradición): se genera la decisiva transición de la pura experiencia indescriptible hacia su determinación y delimitación conceptual. De manera paradójica, aunque de hecho posible, para gran parte de estas tradiciones este acto de objetivación representa una violencia y una arbitrariedad casi inconcebibles, tanto que para la mayoría de los misticismos y hasta para las religiones semíticas es considerado un ultraje la representación gráfica y la pronunciación del nombre de la divinidad. El mismo Buda prohibió a sus primeros discípulos todo intento de retratarlo, de hacerlo imagen, de adorarlo como a un ídolo cualquiera.
El concepto central de la experiencia mística es, según lo entendemos, su encuentro directo con ‘el Ser’, el cual suele aparecer más o menos de la misma manera, con sus bemoles culturales e ideológicos en todo el mundo, como inefable: ‘el Ser’, entendido como aquella realidad absoluta que nadie puede aprehender mediante procesos cognoscitivos ni intelectuales, sino sólo experimentándolo en la disolución de su vivencia, bajo una especie de anulación de las categorías subjetivas y objetivas del mundo y de la conciencia individual cotidiana, a través de una pérdida del principio de individuación, que da lugar a su vez a una transfiguración extática, a un “salir de sí” por demás sui generis, y que viene de regreso nuevamente hacia la paradoja lingüística, por definición inenarrable. No obstante, nos parece que 'el Ser' es todavía una determinación filosófica demasiado evidente, y se encuentra ya demasiado viciada por la jerga filosófica misma como para seguirla aplicando en este campo: aquí tratamos no sólo con filosofía, sino con mística, la versión esotérica de la religión: el principio y el final de todo culto, de toda fe, de toda tradición sagrada.
¿Cómo pensar a Dios, a la Divinidad, al Uno, al Absoluto, desde la filosofía? ¿Es posible mezclar filosofía y religión satisfactoriamente? ¿Qué obtuvimos de las interminables disputationes tautológicas de esta naturaleza sostenidas en los terrenos más eruditos de la escolástica medieval, con ecos de personajes de las más diversas posturas ideológicas, como Anselmo de Canterbury, Pedro Abelardo, Alberto Magno, Escoto, Ockham, Buenaventura y el Aquinate? Regresemos, sólo de manera instrumental, a la noción de Ser para desarrollar el anterior vínculo entre fe y razón. Desde una reflexión meramente lógica y dicotómica, si este Ser fuera absoluto, no podría sólo contenerse solamente como Ser (su aspecto positivo), sino sería imprescindible que llevara a sus espaldas, inseparablemente, a su opuesto complementario: el No-Ser (su aspecto negativo): herencia parmenídea que aún llevamos a cuestas y que nos ha metido en sendos predicamentos argumentativos en el ámbito de la filosofía del lenguaje, desde por lo menos Platón hasta nuestros días. Tal noción de Absoluto, incluso entendido desde su célebre acuñación hegeliana (que no es definitivamente la que usaremos en lo sucesivo al referirnos a ese vocablo), aparece en uno de sus movimientos como aquel lugar en donde el puro Ser y el puro No-Ser se encuentran y forman parte de la misma unidad desde una visión panóptica, absoluta de la misma, en donde ‘el ser puro y la nada pura son, por tanto, la misma cosa’, y en el que cada uno desaparece por completo en su opuesto. Hegel encuentra así el meollo del asunto en la permanente diferenciación y reintegración del Ser y de la Nada puros mediante su característico devenir necesario, el verdadero sentido del Absoluto (su verdad) como culminación del Espíritu durante su desarrollo, concepto capital de su pensamiento dialéctico, al menos hasta donde alcanzamos a comprender.
Sin embargo, Hegel trabaja desde su reflexión, como nosotros lo intentamos hacer ahora, con conceptos preponderantemente filosóficos, manteniéndose –de manera peculiar– en el circuito de la lógica y de las leyes del pensamiento y del lenguaje, partiendo así desde un ángulo intelectual para justificar la totalidad de lo existente en su modalidad unitaria, monista, dialéctica: vía de acceso totalmente opuesta a la del ámbito místico-religioso según casi todas las tradiciones, siendo menester abarcar el tópico en este apartado, no desde la reflexión filosófica hacia el Absoluto, sino desde la experiencia del Absoluto hacia la reflexión filosófica y posterior acuñación religiosa: la racionalización posterior de la experiencia mística previa, correspondiente en su fundación y justificación como saber histórico y canónico, más bien al ámbito de la teología (y regresamos a la noción de tradición scholemiana).
De ninguna manera pretenderemos hacer aquí una distinción tajante y antagónica entre filosofía y teología, sin puntos de conciliación ni de convergencia: de ser así, este estudio no podría ser realizado, ni tampoco existiría el campo de la filosofía de la religión, que es una forma contemporánea de llamarle a la teología, desde mi punto de vista. No obstante, tampoco nos parece plausible aseverar que sea posible abordar cualquier problema de la teología desde la filosofía, y viceversa. Hay casos en los que ambos territorios no son susceptibles ni siquiera de distinción de tan dependientes uno de otro, y otros en los que ambos panoramas son francamente irreconciliables. Aquello que no puede ser aprehendido por el individuo de manera inmediata (el Ser/No-Ser puro como Absoluto de manera no abstracta sino directa) según la mayoría de las teorías y las doctrinas que respaldan a la experiencia mística, y en apariencia contrarias a Hegel en esto, tampoco es susceptible de enunciación, de predicación ni de explicación: lo real no es lo racional, o al menos no la totalidad de lo real, o lo 'verdaderamente real', eso que es lo divino. En tanto que no nos es posible tener un acceso lógico y epistemológico de ‘aquello’ desprovisto de género, se convierte inevitablemente en innombrable e inconcebible en la totalidad de su significado; y aún pudiendo ser objeto del pensamiento-lenguaje discursivo en tanto que podemos nombrarlo y manejarlo de manera instrumental en nuestras relaciones intelectuales como concepto, nunca se llega bajo esta vía a su plena realización y despliegue, pues según estas doctrinas, la naturaleza más íntima y esencial del Absoluto trasciende incluso la categoría dicotómica de emisor-receptor, de sujeto-objeto: al ser totalidad, toda diferenciación queda inmediatamente disuelta en su operación. Es decir, de ser susceptible de alcanzar este estado de integración ontológico con Lo Uno (otra determinación para la totalidad de lo real), no podría expresarse: sería también por definición, inexpresable. El tener una conciencia plena del Todo, del Absoluto entendido como el impacto en el discernimiento del conjunto infinito (¿?) de lo existente de forma inmediata, habría de reducir todo el aparato racional-lingüístico humano al silencio: la más completa de las estupefacciones. He allí la premisa fundamental según creo, a muy grandes rasgos, de la experiencia mística y su relación con el pensamiento-lenguaje discursivo, y de nuestra breve mención sobre el aquí llamado silencio contemplativo o inefabilidad mística.
Desde una perspectiva no-religiosa, fuera del marco de la devoción a la divinidad propia del místico, hay, al parecer, diversos motivos por los cuales el silencio contemplativo o la inefabilidad natural y absoluta frente a las realidades últimas o divinas se hace manifiesta, en forma de síntomas más o menos reconocibles. Una de las más reconocibles es, en definitiva, la de su aparente naturaleza emocional, de obnubilación, de desbordamiento afectivo. Esta primera aseveración respecto de la naturaleza inexpresable del ‘objeto’ del misticismo, emparentaría nuestro silencio contemplativo con nuestro silencio dialéctico de naturaleza emocional que esbozamos en el capítulo anterior. Sin embargo, en un análisis más detallado de ambos, no resultan completamente análogos. Al referirse ciertos teólogos pertenecientes a la tradición cristiana sobre su relación con la inefabilidad mística, nos hablan, de manera involuntaria quizás, de una realidad que, me parece, no es ajena a ninguna religión, salvo contadas excepciones: la superioridad de las realidades divinas por encima de las humanas, la elevación de las potencias de Dios (ya personal, ya impersonal) sobre la contingencia y falibilidad del mundo en el que existimos. El pensamiento-lenguaje discursivo es parte integral del ser humano, no así, a decir de numerosas tradiciones místicas, la capacidad humana de penetrar dentro de la Realidad Última: ésta se encuentra, al parecer, reservada para algunos santos, un manojo de iluminados, de sabios, de hombres silenciosos. Como alcanzamos a ver de manera clara según creo, tampoco se trata de cualquier experiencia de desbordamiento afectivo. En todo caso, sería, con mayúsculas, La Experiencia Afectiva por primacía de las demás, el culmen de todas ellas.
Para cerrar este capítulo, cuando señalo al silencio contemplativo como límite natural del pensamiento-lenguaje discursivo, me refiero a ello en todos sus aspectos. El entendimiento, mediante su imperfecta apreciación de la Realidad Última, ha agotado todo su potencial expresivo en referencia e ella, por su inabarcable riqueza, por su infinitud y vastedad ontológicas que, paradójicamente, la hacen ver como algo vacío, irreal, una mera nada para el intelecto, como sugiere acertadamente el Maestro Echkart en uno de sus sermones. Imposibilidad de delimitación no implica no-existencia, como habrían de observar la mayoría de los pensadores que desarrollaran y se adhirieran a la llamada ‘vía negativa’ o ‘apofática’, máxima representante de nuestra inefabilidad mística. Infinita potencialidad representativa implica inabarcabilidad intelectual, y por ende, imposibilidad de enunciación. El silencio contemplativo aparece para la mayoría de las tradiciones místicas, no sólo como el límite natural del pensamiento-lenguaje discursivo, es decir, bajo la fórmula con la que me he referido a él desde el inicio de este apartado, si no también como el límite natural del conocimiento humano en relación con lo absolutamente real, de lo que ha sido numerosamente llamado en la historia del hombre, la experiencia directa de Dios. Aquella vivencia que, incluso para un filósofo agnóstico y existencialista como Karl Jaspers constituye –no sin algún minúsculo escándalo filosófico– acaso la posible meta de la misma filosofía, en la que uno guarda silencio ante el ser, por lo cual “el lenguaje cesa ante aquello que hemos perdido cuando se vuelve objeto”, y en donde “no puede menos de disolverse el pensamiento en la luz”, pues “donde ya no hay preguntas, tan sólo hay respuestas”, y “al rebasar el preguntar y el responder, que en el filosofar se lleva hasta el último extremo, llegamos a la paz del ser”. No podemos, después de haber asimilado lo anterior, más que dar cabida a las bellas palabras de Angelus Silesius, presentes en su obra maestra, El peregrino querubínico: “Hombre, si quieres expresar el ser de la eternidad, primero has de privarte del lenguaje”.

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