20100826

Filosofía y Silencio. Proemio e Introducción


Filosofía y silencio. La importancia de la figura del silencio para la conformación lingüística y racional del ser humano. Seguimiento teórico del concepto de inefabilidad y su valor para el ámbito filosófico

Juan Carlos Serrano Aguirre
Proemio

A través de un territorio áspero, árido y pedregoso, una silueta humana se desliza suavemente, contoneándose,  poseedora de una fragilidad notable al caminar, proyectando su prolongada sombra bajo el sol vespertino. Un par de pies, hinchados de tanto viajar, se detienen de trecho en trecho. Tal sombría figura cesa momentáneamente su transitar para sentarse sobre alguna roca o protuberancia en el suelo, beber un poco de agua de su cantimplora y darle algunos mordiscos a su pan sin levadura que carga dentro de un pequeño moral, con el fin de mitigar a medias su hambre y su sed.

El paisaje es ambarino y desolador al mismo tiempo. Reincorporando su marcha, sus pasos se asestan a plomo sobre la tierra, levantando pequeñas nubecillas de parduzco polvo, producto de un esfuerzo sobrehumano, a intervalos de cansancio mortal. Una gota de sudor resbala, cae, y es absorbida por el poroso basamento. Su sombrero de paja, roído por el tiempo, se inclina algunos grados hacia el norte, producto de una ráfaga de viento que le ha golpeado en uno de sus extremos. 

En la pupila de uno de sus desgastados ojos se reflejan los virajes de algunos buitres que rasgan el firmamento, circundando su cabeza. Sonríe levemente, sus rodillas pierden el equilibrio, y se entrega suavemente al suelo como al principio de su viaje lo hicieran las plantas de sus pies. Otra ráfaga de aire golpea aquel agreste territorio. Las nubes se extienden sin mesura. Un lagarto saca la espinosa cabeza de su escondite. La mano de aquel hombre se pone rígida, como las rojizas cumbres que se levantan a kilómetros de allí. No se escucha algún estruendo en veinte millas a la redonda. Todo permanece en completo silencio.   



Introducción

Ciertamente me inclino a creer, desde la actualidad de mis reflexiones, que uno de los papeles principales de la filosofía en tanto manifestación expresiva del hombre –quizás el fundamental desde cierta perspectiva emparentada con las bautizadas por Dilthey como ‘Ciencias del Espíritu' (Geisteswissenschaften) hace ya más de un siglo– sea tratar de construir una estructura teórica organizada y coherente consigo misma, la cual sea capaz, a su vez, de ofrecer una  óptima comprensión respecto del funcionamiento, operación y sentido último de la realidad concebida como totalidad, implicando de esta manera a todas y cada una de las partes que la constituyen, la interrelación  armónica de todos sus elementos:  la totalidad de las cosas, sus hechos, sus fenómenos, sus movimientos y demás nomenclaturas taxonómicas que se le han otorgado a la experiencia unitaria aunque sumamente discontinua de la vida a lo largo de nuestra historia. Es decir, que dicha estructura sea poseedora de una riqueza conceptual y explicativa tal que pueda ser susceptible de abrazar cualquier manifestación de la multiplicidad sin perder su carácter de tendencia hacia la unidad, manteniéndose en la persecución de ese criterio de verdad  completamente objetivo, omniabarcante, trascendente y perenne que la ha caracterizado en la mayoría de los casos. A este pomposo llamado responden no sólo los grandes sistemas filosóficos que conocemos –aunque ellos sean ciertamente los más grandes representantes de lo referido–, sino cualquier tipo de reflexión filosófica expresada, por fragmentaria y diseminada que parezca, pues me parece que en el fondo de cualquiera de éstas se alberga indefectiblemente tal afán de claridad anímica y de saciedad espiritual, en contraste con las tinieblas y los velos que producen las interrogantes más hondas y originarias de nuestro existir en algunos de nosotros. Es la visión de la filosofía no sólo como una fría y desinteresada persecución del conocimiento, sino como un camino de redención humana, sumamente representativa de sus comienzos históricos: el pensamiento religioso.

No obstante, ¿qué sucede cuando estas capacidades de ilación orgánica y de visión panóptica tan caras a este tipo de ejercicio filosófico parecen verse forzadas a detenerse en algún momento frente a las limitaciones que le impone su misma naturaleza? Dentro de nuestra humana condición, como seres sensoriales e inteligentes, pero sobre todo desde cierto esquema  hermenéutico (o si se quiere, ontológico), cuyo pedestal parece descansar primordialmente sobre la idea de intersubjetividad como piedra de toque para la traducción e interpretación apropiadas del mundo en el que nos desarrollamos, aquel ente abstracto y mutable llamado lenguaje casi siempre surge como la alternativa más viable –quizás la única– para expresar (o tratar de expresar) la aludida captación racional de la totalidad de lo existente, de la existencia misma en su conjunto. No obstante, dentro de esta estructura comunitaria, política y social, resultado del consenso intersubjetivo y dialógico, es decir, del lenguaje (o quizás deberíamos de decir  los lenguajes, porque en efecto los hay de muchos tipos y de los más variopintos matices), y desde semejante aparato organizador compuesto de códigos traductores de aquello que se manifiesta (phainómenon) ante nosotros de manera constante en nuestra cotidianidad, surgen algunos problemas para aquellos adeptos del afán universalista filosófico: estos meticulosos y  muy a menudo brillantes armadores compulsivos de rompecabezas. Tales obstáculos emergen precisamente a raíz de esta pretensión de descifrar, comprender y de explicar por entero –y sobre todo esto último– aquella omnipresencia abrumadora que desborda y que sobrecoge nuestra percepción hermanada a nuestra intelección a cada instante, el asombro (thauma) ante la totalidad de lo real, aquel motor primario de la especulación filosófica, la materia prima de la metafísica y de todas sus derivaciones. En este punto, es menester hacer un alto reflexivo y replantear nuestra posición respecto a lo que estamos desarrollando o tratando de desarrollar, entendiendo o tratando de entender, comunicando o tratando de comunicar. Al hacer una pausa, necesaria y naturalmente, huelga decirlo, se guarda silencio por un momento.

Así, resultará imperativo a lo largo de este ensayo realizar una labor de rescate de la significación de la figura de la inefabilidad, es decir, del silencio no sólo concebido desde el ámbito del diario discurrir, sino también, en idénticas proporciones, al interior de la filosofía misma y de su lenguaje muy particular. Entiendo por inefabilidad tanto a la suspensión consciente o inconsciente del habla y de la escritura durante un momento determinado de su decurso, como sólo su uso metafórico (en este caso, filosófico) al intentar suprimir de manera provisional el mecanismo inquisitivo de nuestras disertaciones últimas sobre lo real, sobre lo existente: la epojé  que desemboca en aphasía de los antiguos escépticos. Este rescate del silencio dentro de la filosofía como elemento fundamental del habla y de la escritura me resulta singularmente sustancial e importante dentro del estudio de la misma, sobre todo a partir de la revaloración de aquellas herramientas por excelencia para la percepción, la asimilación y su posterior explicación concernientes a nuestro universo humano, a nuestra cosmovisión (Weltanschauung), además de ser éste, el silencio en relación con la filosofía, el punto desde donde es posible apreciar de manera más clara y evidente las formas de operación y desenvolvimiento del pensamiento-lenguaje discursivo (binomio inseparable, como se ve) en relación con la interpretación, la comunicación, y cualquier interacción dialógica en general.  

Es menester entonces la inclusión de la figura del silencio, ya sea dentro del nivel práctico o habitual de nuestra habla y de nuestra escritura, o dentro de un nivel metafórico o simbólico al interior de  nuestros esquemas filosóficos que persiguen el fin de mediar la situación de desmesura intelectual que señalábamos anteriormente; en principio porque  pareciera que semejante figura forma parte medular de la constitución lingüístico-racional del hombre; en una segunda instancia por que bajo su ausencia, la herramienta del pensamiento-lenguaje discursivo no podría traducir –es decir, ordenar armónicamente– su contenido imaginativo a elementos comprensibles para el intercambio de ideas en sociedad, con otras mentes y otros individuos; en una tercera porque, para variadas tradiciones filosóficas y religiosas, el silencio representa el límite natural del pensamiento-lenguaje discursivo ante la realidad inabarcable de lo numinoso, de lo sagrado y de lo divino; y en una cuarta y última, por el hecho del reconocimiento de la existencia de realidades en las que no es posible penetrar mas que con una actitud separada de la inclinación original del filósofo en su búsqueda explicativa, ocasiones en las que, según mi punto de vista, es preciso dejar de lado semejante labor interrogativa para dar paso a una asunción neutra y prudente de ciertas imágenes y de ciertos conceptos, y así partir desde ellos hacia consideraciones prácticas sobre lo concreto vital: lo político, lo económico, lo científico, lo artístico, o cualquier otra derivación social del quehacer humano. Respecto de este posicionamiento me auto-percibo, en efecto, como un hijo de mi tiempo (Zeitgeist), más como una consecuencia histórica de la posmodernidad que como un pensador original. Sin embargo, cabe aclarar que no implica la misma cuestión el rechazo tajante de todo esencialismo o estructuralismo filosófico (tan comunes a nuestra era desde hace al menos medio siglo), que la suspensión de juicio respecto de cualquier afirmación o negación sobre estas ideas, susceptibles de ser aceptadas lo mismo que de ser rechazadas, bajo las mismas circunstancias: después de todo, algo hay de diferente en este asunto que no es pura moda, que no es mera inercia epocal (o eso me gustaría pensar al menos). Analizaremos esta particular diferencia posteriormente con mayor detenimiento.

Prosiguiendo con un ánimo discreto à-la-Baltasar Gracián y, si hubiera de ser sincero conmigo mismo, en realidad tampoco considero que la sugerencia teórica que pretendo desarrollar a lo largo de este texto sea en realidad una iniciativa novedosa dentro de la reflexión filosófica: los griegos ya la habían esbozado hace más de dos mil años, y es probable que otros pueblos mucho antes, como el hindú y el chino, por ejemplo. Quizás (y sólo quizás) la manera en la que se estructura y se clasifica sea propositiva o innovadora, mas de ninguna manera su contenido: representa una realidad de la que numerosos filósofos  y pensadores se han percatado a lo largo de la historia de la humanidad, y como digo, posiblemente la única aportación filosófica que se me podría adjudicar consistiría en el intento de haberlo reformulado de una manera relativamente organizada, es decir, desde la resignificación taxonómica y progresiva del silencio y no de la palabra, del callar y no del hablar, partiendo desde el pensamiento-lenguaje discursivo en su despliegue llano y coloquial hasta los tecnicismos filosóficos propios de la academia, y de regreso, todo a través del hilo conductor de nuestra idea de inefabilidad.

Desde el pesimismo epistemológico de Xenófanes hasta la muerte de Dios nietzscheana, pasando por el vacío del sí-mismo eckhartiano, el proyecto limitacionista de Locke, el destino trágico de la razón kantiana o la oposición irreductible entre pensamiento y existencia de Kierkegaard, por poner algunos ejemplos (y de manera más presente en corrientes de pensamiento cercanas a nuestro nuevo siglo como el positivismo lógico, el psicoanálisis, el existencialismo, el post-estructuralismo y hasta la filosofía hermenéutica en alguna de sus variantes), de diferentes formas y de acuerdo a diferentes gradaciones e intereses particulares, ha aparecido una constante al interior del ejercicio de la filosofía a lo largo de los siglos, similar a un fantasma, un espectro que acecha a las buenas conciencias, a ese bon sens cartesiano que pareciere ausente muy a menudo en todos nosotros: la idea de que la pretensión humana por la obtención de una certeza filosófica definitiva, de un conocimiento racional absoluto sobre la existencia comprendida como totalidad, no resulta más que una construcción utópica e infructuosa, conteniéndose dentro de sí misma bajo sus propias barreras infranqueables que le cierran el paso hacia territorios prohibidos; que éste mismo, el intelecto, delimita sus alcances dentro lo que le es posible o no de intelegirse, de aprehenderse, de preguntarse y más aún, de comunicarse en plenitud; que nuestro pensamiento-lenguaje discursivo es sólo una parte, limitada y sumamente ambigua, de la constitución orgánica del ser humano, y que mediante el abuso de la herramienta especulativa no se consigue sino un fracaso teórico inminente: la aparatosa caída del hombre-Ícaro por acercarse demasiado al sol del núcleo de la metafísica. Las aseveraciones anteriores tientan a suponer en algún  sentido que, junto con Blaise Pascal, al unísono y en perfecta consonancia, hubieran podido las mencionadas figuras históricas aseverar en algún punto de sus vidas, bajo determinadas circunstancias y por distintas razones: le coeur a ses raisons que la raison ne connaît pas. Hay juicios respecto de ciertas realidades que, de mantenerse en el individuo un cierto grado de pudor filosófico aunado a otro tanto de modestia intelectual, es necesario abstenerse de preguntar, más aún que de contestarse. Es el velo de Maya que permanece a través de los tiempos, de las eras, de los eones, resguardando trágicamente el misterio infranqueable de nuestro existir.

Establecido semejante panorama, es menester ir con cuidado a través de esta delicada empresa, tan sencilla y tan compleja de manera simultánea: debemos de transitar por diferentes espacios y modulaciones de silencio con la pretensión de llegar, al final de nuestro trayecto, al pronunciamiento de nuestra opinión particular respecto de la tesitura del vínculo inmortal del silencio con la palabra, y en último término, con la filosofía. He dividido por ende, este trabajo, en cuatro momentos o etapas del silencio posibles, a manera de una taxonomía general, si se quiere arbitraria, aunque necesaria para la consecución de mi discurso. Digo arbitraria (¿qué clasificación de este tipo no es, desde cierto punto de vista, completamente arbitraria?) ya que, en el decurso de nuestra cotidianidad, estas modulaciones del silencio (o 'esferas' de silencio, diría Sloterdijk) no se siguen precisamente dentro del orden progresivo en que las he catalogado, pudiendo coexistir de manera simultánea y desarrollarse de muy diversas maneras, alimentándose las unas de las otras en todo momento: el silencio lógico, el silencio dialéctico, el silencio contemplativo y el silencio aporético.

Podríamos apuntar ya desde aquí, con el peligro de caer (¿inevitablemente?) dentro de cierto reduccionismo, el carácter que cada una de estas etapas del silencio posee como resultado de la comparación entre ellas. Así, el silencio lógico entraría dentro de un campo más bien lingüístico-estructural (gramático y sintáctico); el silencio dialéctico mantendría todavía un cierto matiz de ese nivel lingüístico (semántico y semiótico), pero tendería hacia un desenvolvimiento más bien de introspección psicológica y emocional; el silencio contemplativo se situaría dentro de un contexto mitad filosófico, mitad teológico; y no sería sino hasta el silencio aporético en el que llegaríamos propiamente a territorios concretamente filosóficos, del ámbito de la argumentación y del intercambio de posturas mediante el ejercicio del discurso.

Mediante esta serie de gradaciones, que, redundando en el término, son graduales, emulando una suerte de sutil metamorfosis en la que cada una le va cediendo el terreno a la otra en el ámbito de su representación (algo así como una hipóstasis neoplatónica de lo lingüístico), es como llegaremos a explicar nuestras breves disertaciones sobre la relación existente entre silencio y filosofía ¿Es necesario este trayecto omniabarcante respecto de una pretendida naturaleza del silencio para llegar hasta la discusión filosófica? En definitiva así lo creo, ya que, desde un particular punto de vista, la filosofía no se agota sólo en la teoría filosófica: envuelve y nutre todo lo humano, todo lo susceptible de decirse, de comunicarse, de expresarse, y en este caso en particular, de no-expresarse.

Respecto de semejantes distinciones, este pensamiento-lenguaje discursivo, bien es cierto, resulta imprescindible en tanto que constituye la base, la estructura misma del discurso filosófico para penetrar dentro de la lógica interna de aquellos problemas clásicos que nos han aquejado o que nos hemos planteado durante algún momento de nuestras vidas. Sin embargo, a mi parecer, una vez inmersos dentro del hilo coherentista de éstos mismos, es necesario volver a desposeerse de esa modalidad del lenguaje para introducirnos dentro de esos otros lugares que no se rigen bajo las normas silogísticas ni categoriales, esos otros territorios del ser en donde parece desarrollarse la experiencia ontológica de la realidad en toda su plenitud bajo heterogéneas manifestaciones de lo conocido: penetrar en esos otros rincones después de haber explorado suficientemente el terreno metafísico desde la lógica, desde mi punto de vista, representa una de las cumbres de la reflexión filosófica, el de la afamada y tantas veces perseguida en la historia de la filosofía participación de lo verdadero, indemostrable bajo argumentos o premisas según algunas cosmovisiones de este tipo. La silogística y la lingüística únicamente nos acercarían, siguiendo este hilo coherentista, por medio de una serie de símbolos y códigos significantes, al lugar privilegiado (topos) no de la especulación filosófica, sino del fin ético humano por excelencia a decir de la mayoría de las escuelas pertenecientes al periodo de la filosofía helenística griega, que no es ni lingüístico ni instrumental, si no vívido y experiencial: la tranquilidad del ánimo (ataraxía) consecuencia de la certeza personal, la ecuanimidad del temperamento resultado de la autoafirmación en lo real, la madurez de nuestro entendimiento, el fruto de la autognosis. 

De tomar el acceso por el objetivo y a la vía por el fin, estaríamos incurriendo en un grave peligro. El peligro de desvirtuar tal propósito filosófico, reduciendo nuestras aspiraciones de tratar de conducir nuestras vidas de la mejor manera posible a una ‘pura palabrería’, a una ‘burlesca sofistería’ dando vueltas sobre su propio eje (todo esto al pretender ser objetivas, convertirse en ciencia: hay ‘palabrerías’ y ‘sofisterías’ muy bien encaminadas para otros fines más bien estéticos, de corte irónico casi todas), sumergido en un círculo vicioso mediante el cual nunca se pueda llegar a un conocimiento total (episteme), o al menos parcial (doxa) sobre lo real, todo esto por mantenerse enredado en una telaraña de problemas lingüísticos y de desacuerdos conceptuales entre filósofos y sistemas filosóficos que, cuando abusan de la virtud que los caracteriza, la facilidad de palabra, no hacen más que empobrecer la experiencia del mundo en el que viven.

Por tanto, hagámonos esta pregunta como si no hubiéramos considerado todo lo anterior: ¿cuál debería ser ese topos originario de la asunción de la verdad (aletheia) según la filosofía? Un lugar en donde sea posible tomar conciencia plena de que los enunciados y las palabras conforman únicamente una parte más (algunos dirían que ínfima en relación con otras áreas de nuestra constitución integral: yo no estoy tan seguro) de las formas humanas para aprehender y traducir la totalidad de la realidad, todo lo que es ¿Existe algún tipo de remanso, algún rincón en donde no exista una saturación conceptual y lingüística, un ruido continuo que perturbe nuestro proceso de asimilación de verdades comprobadas, extraídas a su vez de la múltiple variedad de experiencias en todos y cada uno de nosotros? ¿Alguna zona  privilegiada en la cual, después de haber discurrido suficientemente acerca de ciertos problemas filosóficos, se absorba definitivamente la conclusión a la que se ha arribado mediante un  proceso largo y turbulento de proposición de argumentos y de refutación de falacias, de reductio ad absurdum, de contraposición de teorías y de depuración de premisas? Según un primer vistazo, me parece, este topos también pertenece al terreno de la inefabilidad: el silencio de la boca provisionalmente cerrada y del acallamiento temporal de nuestro pensamiento.

El silencio, entendido metafóricamente, como figura o como símbolo, nunca se encuentra estático, ni situado en un solo punto: desde cierta perspectiva, es parte insustituible, medular, de la comunicación misma. Se encuentra en constante moción, abarcando cualquier momento y cualquier situación lingüística, siempre de manera inherente al discurso, al habla, a la escritura. Nuestro pensamiento-lenguaje discursivo parece estar allí siempre tejiendo interpretaciones muy diversas, maneras previas para hacer o pensar las cosas, mandando a la guerra de continuo a los soldados de ese “ejército móvil de metáforas” que trajera a cuenta Nietzsche, emergiendo y sumergiéndose entre significados y condiciones de posibilidad pretenciosas de descubrir cómo es que opera lo existente, generando maneras de acercarse a lo evidente, a lo implícito, a lo ya dado, desde flancos inexplorados: allí se encuentra también la figura del silencio inserta, operando en la aparente inactividad, hilando el discurso en los terrenos poéticos de lo invisible.

Todas estas ideas se irán desarrollando con mayor plenitud a través de los apartados siguientes, guardando la esperanza de clarificar aún más de qué manera la filosofía, eterna adscrita a la unidad del lenguaje y el pensamiento en el discurso, encuentra una de sus máximas significaciones dentro del silencio, su otra cara: latencia y presencia, lienzo y tintura, articulador panóptico de alcances insondables, tan obscuros e  inagotables como la  inquietante imagen poético-filosófica del Ser, del ser en tanto ser.

Silencio lógico o de ordenamiento del lenguaje


El silencio que acota y puntúa el discurso está trabado con el discurso mismo; forma cuerpo con la palabra y no es aislable de ella. Es un elemento fonético, morfosintáctico y semántico, sin el cual no habría sonidos significativos. El significado de estos silencios insertos en el discurso no es, por lo demás, separable del discurso mismo.

Alfredo Fierro Bardají


¿Qué entendemos por ‘silencio lógico’?

Toda pretensión de sentido o de direccionamiento tendiente hacia algún propósito constructivo, tiene como característica, desde nuestro punto de vista, la institución de un cierto orden anterior al mismo, la instauración de una cierta estructura previa, el establecimiento de una plataforma que permita una cierta armonía entre las partes que lo conforman: pensemos, por ejemplo, en los planos de una obra arquitectónica, en el lienzo en blanco de cualquier pintura aún no existente, en el tablero de un juego de mesa en donde se colocan las piezas antes de comenzar a jugar. En el caso del pensamiento-lenguaje discursivo, el significado o las acepciones parecerían estar insertas dentro de un mundo semántico común a todos nosotros, en una especie de universo extensivo de intercambio y de comunicación entre los seres humanos, con altas posibilidades de conexión entre individuos, en el que nos originamos y nos desarrollamos como ciudadanos y como participantes de esta cultura que, aunque sorprendentemente diversa en sus despliegues, no nos es ajena en absoluto, por muy lejana geográfica o históricamente que se encuentre.

Una de las características principales del ser humano, decía Aristóteles, es ser un animal racional: se ha dicho esto hasta el cansancio, pero es cierto. Somos un ser que mediante la separación y la diferenciación de las cosas puede llegar a una cierta comprensión de las mismas, todo mediante el oficio constante de construcción o descubrimiento de estructuras de significado en relación con las partes de un todo, con el estudio paciente de los elementos que contiene e integra su realidad: somos ese ser que separa, que fragmenta, y que después, si la circunstancia así lo permite, vuelve a unir lo que ha disecado. Esta labor de vinculación y re-ligamiento posterior de todo lo que aparece ante nosotros de manera abrupta y misteriosa desde que nacemos hasta que morimos, habremos de llamarle aquí lógica (del vocablo griego logos: orden, razón, palabra, discurso, o enunciado con sentido).

El primer tipo de silencio al que hago alusión es precisamente ese que está directamente atendiendo a cierta y fundamental función o capacidad del ser humano, una de las principales que poseemos, y quizás la que nos define de mejor manera, es decir, la de ordenar o racionalizar lo real a través de nuestro lenguaje, necesidad explícita de comunicación, otorgándole orden, razón, sentido y coherencia mediante la actividad de una cierta lógica común; por esta razón he convenido en llamarle a esta manifestación del silencio, silencio lógico o de ordenamiento del lenguaje, con todas las ambigüedades que este término pueda acarrear, debido a sus muchísimas acepciones análogas en los más diversos campos de la filosofía y del conocimiento humano en general; no obstante, me ha parecido también el más aproximado a lo que he querido explicar su función tan particular dentro del pensamiento-lenguaje discursivo.


Paradigma del silencio lógico: los silencios en el lenguaje musical

La música, comprendida como una cierta manifestación del lenguaje, me parece que tendría que ser pensada ante todo como un tipo muy particular de racionalidad, como un logos más, uno de tesitura altamente sublime, sí, pero en medio de muchos otros. Los conceptos de organización y de armonía al interior de la estructura musical son fundamentales para su plena constitución, o como le llamara Agustín de Hipona en De Musica, de “la ciencia de la buena modulación”. Como sabemos bien, la modulación se compone de módulos, de unidades modulares que se encuentran innegablemente conectadas con un lenguaje estructural matemático, con un logos aritmético que distancia y que separa a las consonancias por medio de intervalos regulares y progresivos, cuyo efecto es esa armonía o belleza percibida por nuestro aparato auditivo, pero sobre todo, por el cognoscitivo, intrínsecamente unido al primero. Esa primigenia coherencia entre las partes es la raíz, pues, de que podamos llamar a alguna pieza musical, mediante nuestra apreciación muy particular, una obra de arte, y la que la distingue de un simple chasquido aislado, de un ruido incidental, etc.

Sin necesidad de tener profundos conocimientos sobre el uso de la tetractys pitagórica o de la proporción áurea para la teoría musical, base indiscutible de las creencias esotérico-numéricas de esta antigua secta, o por ejemplo, sobre la concepción de armonía griega derivada del pitagorismo en su desarrollo de ésta misma a lo largo de la intrincada y complejísima historia musical de Occidente, no es ningún secreto que la música representa, ante todo, una forma ordenada de conjunción de ondas sonoras y de vibraciones aéreas captadas por nuestro espectro auditivo. Como todo buen lenguaje, se encuentra regido por reglas, por un orden previo, por equivalencias, por modulaciones que le permiten establecer la estructura adecuada para la correcta aprehensión (comprensión) racional por parte del ser humano al ser primero percibida, y después si se quiere o se necesita, estudiada.

La escala musical es una manifestación lingüística, y de eso no puede haber duda, pues también, como todo logos, pretende principalmente abstraer elementos de la realidad para transformarlos en productos acabados, en este caso, una variedad muy amplia de vibraciones que se encuentran distribuidos de manera aparentemente caótica en la naturaleza, y traducirlos a un lenguaje universal, válido en todo sentido para todo ser humano, aún pese a ser compuesta de puros sonidos aleatorios, ruidos, estridencias y demás extravagancias, como en el caso de la música concreta de Schaeffer, la corriente estocástica de Xenakis, los experimentos sonoros de Stockhausen, etc. Representa una alternativa más de comunicación interpersonal de ideas y de sentimientos que son expulsados a través de emisiones sonoras debidamente ordenadas y estructuradas, racionalizadas, de tal manera que puedan penetrar en las fibras sensibles e intelectivas humanas, si bien no de igual manera, sí de modos parecidos: es una manifestación de logos, de orden y de coherencia, de elementos particulares organizados bajo una serie de patrones regulativos.

En el pentagrama musical, por poner un ejemplo clásico, un silencio representa una pausa, acotación imprescindible para la conformación de la estructura de una pieza musical, pues le otorga un cierto sentido del tiempo, de la espaciación y, por ende, esto propicia el debido posicionamiento a las notas y un continuo fluir de la pieza musical; le marca cierto momento de suspensión a la música: de allí su carácter estructural, pues sin silencios dentro de una partitura, se perdería por completo la coherencia del lenguaje de las notas: aparece el sentido del ritmo, de los compases, de las consonancias y de la coloratura misma de la pieza. No hay fraseo sin silencios, representan el trasfondo blanco, repartidor de distancias y de diferencias, de la obra entera.

Como podemos adivinar, sin espacios entre las notas (los cuales también son algún tipo de silencio) y sin las acotaciones de los tiempos y de los compases, del ritmo mismo, una gran sinfonía no sería tal, una hermosa cantata se volvería una experiencia penosa, un deslumbrante concierto no tendría ningún valor estético de por medio: se volvería un sonar continuo, intermitente o amorfo, pobre en significado, sin pausas que delimiten la interpretación de los instrumentos correspondientes y sin marcas que permitieran el cese de unos y que permitieran la entrada a otros en momentos más o menos regulares de incremento o decrecimiento de intencionalidades y de emotividad, con lo cual no se podría obtener una buena apreciación y asimilación de lo interpretado.

De manera más o menos análoga, algo similar sucede con el pensamiento-lenguaje discursivo, el manifestado por la comunicación oral y escrita. Sin silencios que lo delimiten y lo articulen, obtendríamos ni más ni menos que un ruido blanco incesante, una inexistencia del diálogo. Un diálogo necesita, obviamente, dos cosas: que una persona hable, y otra que escuche. En la lectura de un texto también es menester que alguien lea, y que el que lea esté dispuesto a guardar silencio mientras está tratando de comprender lo que dice el texto: ya veremos estas condiciones de posibilidad de lo lingüístico con mayor detenimiento dentro de nuestro siguiente apartado. Sin embargo, en segundo término, también es menester que en un diálogo se respeten las pausas y los intervalos necesarios entre palabras y entre enunciados, y que se le pongan los signos de puntuación y los espacios entre letras y entre palabras adecuados al discurso con el fin de generar un correcto entendimiento entre el emisor y el receptor. ¿Cómo podríamos concebir siquiera la posibilidad de la comunicación y de la comprensión entre individuos sin un silencio que regulara y le diera su tiempo y espacio a cada idea, a cada palabra y a cada letra? Sería prácticamente imposible.


Signos de puntuación y espacios intergramaticales: el silencio lógico como batuta para el pensamiento-lenguaje discursivo

Dentro del pensamiento-lenguaje discursivo, al igual que en el musical, también encontramos símbolos gráficos del silencio: los signos de puntuación. El punto, la coma, los dos puntos, el punto y coma, los tres puntos, etc. son formas claras de la regulación que ejerce el silencio dentro de un sistema de comprensión como lo es el lenguaje, en este caso, el escrito, eco de lo hablado. Además de dotar al discurso de significaciones distintas y de una variedad de énfasis que sin este uso de la puntuación no sería posible, también permite el flujo normal del discurso sin perder su racionalidad, su sentido. Es el hilo conductor por el que se rige éste mismo, y el cual conduce el diálogo o el intercambio de ideas a buen fin: el de la comprensión sin obstáculos lingüísticos o gramáticos forzados.

Al estar escribiendo estas líneas, está siendo de capital importancia para la correcta transmisión de mis ideas y de mi intencionalidad el uso de los signos de puntuación, los cuales marcan una clara diferenciación entre palabra y palabra o entre enunciados, párrafos, etc. Hay una división constante, una separación, una ratio que opera dentro de mi intelecto (ya casi innatamente por el uso de la misma y por la práctica constante en el ejercicio lingüístico) en todo momento al fluir continuo de mis ideas hacia mis dedos, y de ellos hacia el teclado de mi computadora.

De igual manera, al estar escribiendo esto, soy conciente de los espacios que deben existir entre letras y entre palabras, espacios mismos que, siendo ausencia de sonido o de imagen (de caracteres) son una especie de silencio que separa y que otorga su lugar a todos los términos que pretendo externar en este texto. La interespacialidad, al igual que la necesidad del vacío en correlación con los átomos para la existencia de la materia en la teoría epistemológica de Demócrito, es condición de posibilidad para que el discurso exista como tal, como discurso racional y susceptible de ser entendido, de ser asimilado.

El enunciado: “La inefable profundidad del cielo vigila sobre nuestras cabezas”, no resulta igual que: “Lainefableprofundidadcielovigilasobrenuestrascabezas”. Otro ejemplo es: “Ni esto, ni el otro… no lo sé: quizás ninguno de los dos; en última instancia todo es ambiguo”, que no es lo mismo que decir: “Ni esto ni el otro no lo sé quizás ninguno de los dos en última instancia todo es ambiguo”. Las diferencias son, por demás, notorias.

Siendo necesaria la división de las palabras y las letras mediante los espacios y los signos de puntuación que marcan tiempos o intervalos de ausencia de habla para la mejor comprensión de las ideas trasmitidas dentro del pensamiento-lenguaje discursivo, el silencio lógico es una pieza fundamental dentro de la coherencia y la fluidez del discurso, ya que sin estas pautas silenciosas al interior de nuestra gramática, estaríamos en graves problemas al tratar de interpretar o de traducir cualquier tipo de mensaje presente tras el esquema del pensamiento- lenguaje discursivo.

De alguna manera, mediante estos silencios gramaticales, se le otorga al anterior cierta lógica o cierto sentido; se dota al lenguaje de ciertos silencios necesarios en el diálogo común y corriente, como el tiempo necesario para tomar aire o para humedecer la boca después de un largo periodo de habla: los signos de puntuación son el reflejo simbólico de este tipo de necesidades fisiológicas en relación con el lenguaje discursivo. El silencio lógico, en esa medida, resulta incluso natural en ese sentido: uno no puede pasar todo el tiempo hablando continuamente y sin pausas. El silencio es en gran medida también descanso, el reposo natural del lenguaje.


El silencio lógico como continentia o moderación del lenguaje

El sentido del silencio lógico como continentia o moderación del lenguaje va muy de la mano con el del silencio lógico de sentido gramático, con la única diferencia de que en el primero es necesario poner más el énfasis en la regulación armónica o en la preservación de las fuerzas internas creadoras y destructivas del hombre, con el fin de lograr una expresión adecuada en el intercambio de palabras con otro hombre en particular, a diferencia en el caso del uso gramático, que se trataba de una especie de fenómeno absoluto en el lenguaje, un silencio ordenador necesario en todas las lenguas y en todo diálogo, es decir, del lenguaje discursivo en general, y no sólo el inserto dentro de una circunstancia específica. Esta moderación del lenguaje no permite que las palabras salgan de su cauce, es decir de su significación racional en la cual va implícita un mensaje al interlocutor, ya que muchas veces debido al ímpetu y a la falta de autocontrol de nuestras emociones o de nuestras pasiones, las ideas se arremolinan con tal fuerza que se confunden unas con otras, volviendo casi imposible la expresión adecuada de las mismas en forma de lenguaje.

Un lenguaje moderado debe ser un lenguaje que produzca intervalos entre las palabras y que deje espacios (respiros, pausas) para crear sentido y énfasis en lo que queremos decir, para darle matices a lo dicho; debe canalizar las energías internas que apuntan para su pronta expulsión al exterior de la manera más ordenada y coherente posible. La idea central aquí es que, mediante esta identificación del silencio lógico como continentia o moderación de lo hablado y de lo escrito, se debe de hacer evidente la importancia de éste mismo dentro de la estructura del lenguaje discursivo y racional, ya que sin contener, clasificar, depurar y ordenar toda la impetuosa plétora de significados o emociones de las que estamos constituidos, lo único que saldría al exterior, al igual que con el ejemplo de la música, serían sonidos inarticulados, teratológicos, o en el mejor de los casos, enunciados sinsentido o carentes de racionalidad comunicativa que no resolverían inquietudes o problemas que se susciten en la realidad y que requirieran de un análisis lógico o de cierta reflexión, dentro de la cual es necesaria cierta frialdad y continencia del pensamiento, una sobriedad del intelecto. No se puede ser dadaísta ni estridentista cuando se va al banco a cobrar nuestro sueldo, cuando se pide el menú en un restaurante, cuando se redacta un documento en la oficina: sería un auto-sabotaje en nuestras vidas diarias.

Este silencio temperante como ‘auto-controlador’ o regulador de sí mismo inserto en el discurso y propiciador de la racionalidad misma es al que me refiero aquí; un silencio que, además de ordenar el discurso en enunciados y palabras completamente entendibles, logre mediante el uso de estas palabras y enunciados la resolución de problemas y el intercambio ameno de ideas que se da en la plenitud de la comunicación, cuando se pretende hablar con otra persona teniendo de por medio algún tópico, tema o hilo conductor de la conversación.


El traductor invisible: El silencio lógico como trasfondo del pensamiento-lenguaje discursivo y como condición de posibilidad para la comunicación humana

En resumen, el silencio lógico funcionaría como aquel elemento estructural que le da coherencia, orden, sentido al discurso; aquel que mediante la articulación de sus partes, e imponiendo la norma para que cada letra, palabra, enunciado o manifestación lingüística ocupe su respectivo lugar y se manifieste durante cierto tiempo (durante intervalos armónicos, más o menos regulares), se logre un “todo discursivo” armónico y comprensible, propicio para la comunicación humana. Toda palabra proferida está limitada por silencios. Silencio al comienzo, en medio y al final de cada palabra. Sin ellos, la pronunciación con sentido resultaría imposible. Los silencios corresponden en el lenguaje oral a los intervalos que separan las palabras; en el lenguaje escrito, a los puntos comas, dos puntos, es decir, a los signos de puntuación.

Los silencios aseguran la continuación espiritual del sentido a través de la discontinuidad sonora de las palabras. Las sílabas, las proposiciones, las frases, no se individualizan sino separadas por espacios en blanco, por pausas de respiración que dan a las palabras su movimiento y su aspecto. Los silencios del habla de la puntuación determinan la forma de la palabra, regulan el caudal verbal, su cadencia y su medida y están inseparablemente unidos a su poder de significación y a su potencia emotiva. Toda palabra articulada está compuesta de silencios y sonidos. Y los silencios, lejos de despedazar las palabras, contribuyen a su unidad inteligible, a su sentido. No es lo mismo leer en voz alta un entusiasta manifiesto político en prosa que declamar un poema trágico en verso, y no se lee de la misma manera un texto de divulgación científica que una canción popular: la intencionalidad de cada uno de estos logoi está dictaminada, entre otras cosas, debido al ritmo y la entonación acotados por la serie de silencios que las une. Hay que tomar una bocanada de aire cada que se habla, una y otra vez, cuantas ocasiones sea necesario, para que nuestro interlocutor nos entienda, para no perder el aliento. La respiración misma dictamina casi siempre, en alguna medida, el sentido de nuestro discurso.

Es así como este primer tipo de función instrumental del silencio por lo general pasa bastante desapercibida para nosotros, pues nos resulta ya tan natural su presencia ‘incrustada’ dentro del pensamiento-lenguaje discursivo, tan implícita, que no nos percatamos de ello. Situación análoga y emparentada con el verbo ser al interior del discurso: por abarcar todo lo lógicamente existente, y por unir y darle coherencia a lo que se puede pensar, es dado por hecho y pasamos de largo ante éste normalmente, como pasamos de largo, de hecho, ante algo que no hace ruido, algo profundamente silencioso, siempre vigilante tras bambalinas.

Silencio dialéctico o de regeneración lingüística


Bienaventurados los que saben
que detrás de todos los lenguajes
se halla lo inexpresable.

Rainer Maria Rilke

¿A qué llamamos ‘silencio dialéctico’? Distinción entre comienzo y origen del lenguaje

El primer nombre que se me ocurrió para bautizar a esta clase de silencio dentro de esta muy particular taxonomía, había sido el de silencio poético. Una obra de arte es, en esencia, creación: es poesía. La poética, stricto sensu y como ya todos sabemos desde Aristóteles, no se restringe sólo a delimitar la modalidad del lenguaje que conocemos actualmente bajo el nombre de poesía: nos referimos de manera más exacta a lo que se conoce en la hermenéutica contemporánea como la poiética, empleando la ‘i’ intermedia con el fin diferenciador de evitar cualquier confusión semántica con el primer significado: la primera para designar la clásica modalidad literaria, y la segunda a la práctica creativa de cualquier índole. Si preferimos ceñirnos a la segunda acepción, y nos remitimos al significado original de la palabra ‘poética’ (del griego poiesis: creación), ésta se puede extender hacia casi cualquier campo de creativo, productivo, del ser humano, disolviendo así, al menos en apariencia, la distinción aristotélica rigurosa entre poiesis y praxis ¿Qué es aquello que hace que algo pase de ser una simple acción (praxis) a encarnar la aparición de un producto terminado (poiesis), de una pieza artística, de un material que contenga su razón de ser o su finalidad (telos) en sí misma? Desde este punto de vista, y llevando la consecuencia hacia uno de sus extremos, podría bien haber poética de muebles de madera, de carteles publicitarios, de manuales de gastronomía y de cualquier cosa imaginable y susceptible de fabricarse, si se considerase sólo el aspecto parco de ‘crear algo’. Y si volvemos a entrar al territorio del lenguaje, se podría hablar incluso de una poética del mismo: un lugar generador del pensamiento-lenguaje discursivo, un topos en donde se gesten y den a luz las palabras y los conceptos en su plenitud. El lugar par excellence del nacimiento del habla, y por ende, de la escritura.

Para descubrir en dónde es que reside realmente este hipotético lugar generador (poiético) del pensamiento-lenguaje discursivo, y con el fin de no enrredarnos demasiado en nuestros propios postulados, hemos tomado prestada de Karl Jaspers la distinción que él mismo establece dentro de su ejemplar trabajo titulado Einfuhrung in die Philosophie (traducido al español por don José Gaos como ‘La Filosofía’), entre comienzo y origen de la filosofía, para así nosotros, conscientemente plagiarios, aplicarla favorablemente sobre nuestros propósitos. Entonces, debemos diferenciar los que creemos que son los dos momentos poéticos del anteriormente mencionado. En primera instancia, el lugar primigenio, de donde partió todo lenguaje conocido, o el comienzo del lenguaje, que es histórico, y que en muchas tradiciones se le liga con el principio del mundo, del cosmos, del universo mismo: el mundo como emanación de la palabra divina presente en textos cosmogónicos tan diversos y tan ancestrales como los Vedas, la Torah o el Popol Vuh, y el cual muchos antropólogos rastrean entre los vestigios culturales de las primeras comunidades de Homo Sapiens que pasearon sobre la Tierra, es decir, algo así como la arjé del lenguaje en un sentido presocrático griego. En segundo lugar, tenemos el origen del pensamiento-lenguaje discursivo, o la fuente de la que emana esta actividad en todo momento y que está presente en todo diálogo, en toda comunicación hablada y escrita en cada individuo contingente y particular, como nosotros: ese antecesor necesario a toda expresión lingüística.

Dado que en el primer momento hipotético de arjé del lenguaje ha generado ya la existencia del mismo, el segundo momento sólo se haría manifiesto como puente entre dos manifestaciones del lenguaje, o sea, entre discurso y discurso, entre una idea y otra dentro de un diálogo en concreto ¿Qué habita en ese espacio generador del discurso, de qué se compone? ¿Cómo nos podemos dar cuenta cuando dos individuos o más se encuentran dialogando? ¿Cómo distinguimos el momento preciso en el que termina el discurso de un interlocutor y comienza el del otro, en el que cambian de papeles isométricamente el hablante y el oyente? ¿No es mediante una pausa, un silencio intermedio, en el que el oyente toma conciencia de lo que dijo el hablante dentro del diálogo que sostienen, y donde simultáneamente se generan las ideas que servirán de respuesta, y que transformarán al oyente en hablante, y viceversa? Parece que así es, en efecto, de acuerdo con nuestras observaciones.

Es precisamente en ese segundo momento de generación del lenguaje, un silencio intermedio entre discurso y discurso, donde según creemos ocurre la antes mencionada poética del lenguaje en la hermenéutica, en donde se gesta una idea y después se externa al usar nuestra lengua. La latencia de una idea que clama por su materialización habitaría entonces en este silencio implícito y dinámico, potencial, actuante: este tipo de silencio debe ser tomado en cuenta desde esta perspectiva como discurso en potencia, como esta palabra a punto de ser palabra, el texto a punto de convertirse en texto; el predecesor de todo acto lingüístico tiene que ser, sin lugar a dudas, este silencio al que nos referimos. Pero lo dicho tiene un final: el término de la conversación, del discurso, del texto. Hay un silencio también al final de toda palabra, de toda expresión. Se comprende por qué bajo nuestro esquema no es posible hablar meramente de un silencio poético en el lenguaje, sino también de uno destructor, anulador de lo que se ha creado, de lo que se ha producido en el discurrir mismo, y por eso mismo consideré más adecuado pensarlo como un constante silencio re-creador: un silencio dialéctico. Un discurso que emerge de las aguas del silencio y se sumerge de nuevo en él, para desaparecer en sus honduras, y emerger de nuevo al activarse lo público, cuantas veces sea necesario. Más adelante se revisará con más detalle esta idea.


No hay vacío en el silencio

Hemos podido vislumbrar la cuestión sin mayor dificultad respecto de la naturaleza del silencio planteado, constantemente situado en el lugar común respecto del mismo fenómeno, y fundamentado sobre cierta escisión aparentemente natural y claramente diferenciable que se establece entre silencio y palabra, entre lo dicho y lo no-dicho, que parece introducir una versión distorsionada y parcial del verdadero significado de esta relación dicotómica al pronunciarnos apresuradamente sobre ella. Es decir: todo mundo puede distinguir cuando alguien se encuentra hablando, y cuando ese mismo alguien está callado. Es claro hasta para el más miope de los hombres. Pero de tan simplona observación no se deduce –o al menos no resulta tan evidente– que ambos estados no son sino uno solo, durante diferentes momentos, bajo distintas gradaciones.

Si coincidimos completamente con el punto de vista anterior (el del sentido común más elemental: ‘no es lo mismo hablar que callarse’), y habiendo estado por mucho tiempo acostumbrados a pensar la palabra como reflejo de una presencia plena, y el silencio como expresión de un mero vacío o una ausencia, es probable que no sea concebible de qué manera el silencio y la palabra no son sino dos caras de la misma moneda. En realidad, pareciera que para este pretendido common sense que hemos postulado como hipótesis, ambos universos no se tocan o sólo comparten un mismo borde: de este lado, la totalidad inteligible del lenguaje, de las cosas y estados de cosas que son y pueden ser nombradas. Del otro, la nada, la ausencia total expresada –o más bien inexpresada– a través del silencio, lo que se encuentra más allá de toda significación, o más precisamente, desprovisto de ella. Lo que se dice significa algo, y lo que se calla no significa nada. Entonces bien es cierto, desde este tipo de perspectiva, que en algún momento de radicalismo intelectual se podría llegar a afirmar que el silencio o la ausencia de palabra hablada o escrita fuera equivalente a un vacío lingüístico, o a una inexistencia de pensamiento, a una especie de no-ser del intelecto, de regreso a Parménides. Si presionamos debidamente este punto, nos daremos cuenta de inmediato de lo falaz de este razonamiento. El intelecto, concebido como nuestra interioridad psicológica, nunca permanece, en sentido estricto y radical, vacío, inmóvil o desprovisto de significado: a toda hora, dentro de él, se generan de manera necesaria ideas o conceptos resultado de los estímulos y las percepciones del mundo exterior, nunca permaneciendo en completa quietud, siempre elaborando, ya de manera consciente, ya inconsciente, imágenes de la realidad: en todo momento imaginamos, interpretamos, estamos siendo; aún fuera de los estados normales de vigilia, como el sueño y la alucinación. Es el hervidero de imágenes y de ecos racionales que todos llevamos dentro, esa marea que nunca descansa, ni siquiera en nuestros momentos de mayor reposo.

El silencio, si se toma como hemos sugerido desde la rendija hermeneuta de lo poiético, es decir, entendido como el origen necesario del lenguaje, no representa en definitiva la no-existencia del discurso, si no más bien, empleando terminología heideggeriana, la no-develación del mismo. Dentro del silencio del habla, que como ya vimos, entendemos aquí como la exteriorización sonora del pensamiento-lenguaje discursivo, se van articulando conceptos con el propósito de construir un producto verbal o escrito que pueda salir a la luz de la realidad exterior e interactuar con ella. Ya decía Hegel en su ‘Ciencia de la Lógica’ (y muchos siglos antes que él, la filosofía védica de La India) que el comienzo no representa a ‘la nada pura’, si no una nada a partir de la cual tiene que surgir algo (se entiende, todas las cosas), una nada idéntica al ser, en el (los) que ya está contenido el comienzo. Esta unidad del ser y de la nada teniendo como punto de unión el comienzo (‘un ser que al mismo tiempo es no-ser, y un no-ser que es al mismo tiempo ser’). De allí el mote de silencio ‘dialéctico’ que decidí emplear en esta clasificación, pues representa claramente un movimiento dialéctico similar al que proponía Hegel, o al de Nicolás de Cusa, e incluso al del Platón "heraclíteo" en algunos de sus diálogos.

Dando un paso hacia adelante, es tal la importancia del silencio dentro del pensamiento-lenguaje discursivo, dentro de los “mundos” del habla o de la escritura, que no sólo se muestra como algo diferente de la vacuidad mental o conceptual pura (ente abstracto que desconocemos por completo, además), sino que incluso aparece como su total contrario; es decir, como la representación de la numerosísima posibilidad de significaciones que puede contenerse en un mismo punto bajo una manifestación verbal o escrita en potencia dentro de éste: un caldo de cultivo de significados, el campo de siembra de todo pensamiento y de todo acto performativo del habla. La palabra o la escritura aparecen entonces como depuraciones de los significados primigenios, selecciones que fueron expulsadas hacia el exterior del individuo –ya por el movimiento de la boca, ya por el de la mano– de una multiplicidad de ideas que pululaban desorganizadas dentro de la mente del hablante o del escritor, pero muchas de ellas plenas de sentido, de significación, unas en el momento de irse plasmando en concreto, y otras ya desde su muy temprana gestación en la imaginación.

El solo hecho de imaginar, del acto imaginativo mismo, trae al intelecto una serie de representaciones, conceptos o ideas en desorden, que el discernimiento, esto es, el pensamiento-lenguaje discursivo, tendrá que ordenar para poder articular una palabra o escribir sobre lo imaginado, y así otorgarle salida a lo pensado. Pero la gran mayoría de lo pensado, y en esto esperemos estar de acuerdo, está provisto necesariamente de algún tipo de sentido, entendiendo sentido aproximadamente como Frege: como aquello que dota de relevancia a la referencia, y la une con el concepto puramente abstracto, el puente necesario para la inteligibilidad de las cosas. Se añade aquí de nuestra cosecha, que debe poseer contenido emocional, vivencial, pero eso se analizará más adelante con detenimiento. Decía Merleau-Ponty que el pensamiento y la palabra eran inseparables (cosa en la que estamos de acuerdo), y que lo que todavía no ha sido concretado como habla, lo que permanece aún sin decirse, era algo así como un pensamiento deforme, inmaduro, falto de plenitud. Aún en ese caso (que no nos parece siempre verdadero), es ya evidente que en el silencio previo al habla se contiene ya una serie de conexiones lógicas (de logos: palabra, inteligibilidad) que harán posible una futura externalización de lo lingüístico, en una etapa casi siempre mucho más desarrollada.

Por lo tanto, el silencio dialéctico no representa la carencia de significación o movilidad del pensamiento-lenguaje discursivo, sino más bien y por el contrario, el topos de su superabundancia, el lugar en donde por lo general pervive en mayor plenitud que en la exteriorización; no representa en manera alguna la ausencia del lenguaje, si no sólo una de sus etapas, quizás la fundamental desde cierto punto de vista (el de su fundamento), en donde se genera la parte explícita del mismo y en donde aguardan muchas ideas en espera de ser cristalizadas mediante la transmisión oral o escrita. En este silencio duermen infinitas posibilidades del ser lingüístico-racional, se presenta a sí mismo bajo este esquema como una invitación a crear lo increado, el bloque de materia prima en bruto que aún no ha sido llevado al lenguaje manifiesto, ni ha sido tallado por las expertas manos del instruido escultor: el poeta, el filósofo, el teórico, el ensayista, el novelista, el cuentista, y un sinfín de nomenclaturas más. Es por ello que puedo convenir que este tipo de silencio dialéctico, en su faceta de silencio poiético, representa su parte creativa, y creo también, la performativa por excelencia de cualquier tipo de lenguaje y de expresión posibles.


El origen de la filosofía como lenguaje: ¿el silencio o la pregunta?

Ante las anteriores aseveraciones que hemos hecho referentes a la postulación del silencio dialéctico como el origen del pensamiento-lenguaje discursivo, nos detendremos un momento para reformular a partir de ello un tópico en relación con la filosofía en particular ¿No se supondría, según una de las creencias más difundidas en el estudio de la tradición filosófica occidental, que la parte performativa del discurso filosófico por excelencia es la pregunta? Pues en apariencia es de la pregunta de donde surge toda búsqueda de explicación de la realidad. Era, supuestamente, a partir del thauma o de la admiración por la existencia del mundo de donde surgió la pregunta por la naturaleza íntima de las cosas y de los fenómenos, inauguración oficial de la filosofía. Tales de Mileto se preguntó, junto con Anaximandro, Empédocles, Anaxágoras y otros más, por la phýsis de todas las cosas; René Descartes se cuestionó sobre la base de sus dogmas y de su propia subjetividad mediante una especie de deconstrucción interrogativa del mundo; y Martin Heidegger reformuló la famosa interrogación leibniziana: ¿por qué es que hay ente (ser, algo) en lugar de nada?

Bien es cierto entonces, que toda filosofía nace a partir de una interrogación genuina acerca de lo existente. Entonces ¿de dónde nace la pregunta? ¿No nace, al igual que el habla misma, también del silencio? Analicemos bien esto: ya se había acordado aquí, por lo menos de manera provisional, que el origen de todo lenguaje verbal o escrito pertenecía al silencio dialéctico en su fase poiética o de creación, intermedio entre discurso y discurso, armazón del diálogo propiamente dicho. Puede que lo anterior no sea suficiente, aunque debiere de bastar para nuestros propósitos, en orden de sostener que de este silencio poiético nace también la pregunta.

Esta idea se puede reforzar mediante la siguiente aseveración: la pregunta, en su sentido más abstracto, se encuentra en la libre elección de poder ser o no ser una manifestación lingüística verbal o escrita, o sea, de transfigurarse en forma de habla o de documento o bien, de no hacerlo: la disyuntiva de preguntar o no preguntar, casi shakespeareanamente, que se puede perder en la elección misma. Por lo tanto, siguiendo nuestra argumentación correctamente, su origen debiera de estar claramente presente dentro del silencio dialéctico, como todo tipo de habla o de escritura, no siendo la forma interrogativa, de ninguna manera una excepción. Sin embargo, pueden caber dudas al respecto, las cuales es menester aclarar.

Hay un punto más interesante aún derivado de la anterior aseveración, la cual hace aparecer al pasado postulado como un pseudo-problema: las preguntas pueden concebirse incluso como habitantes dentro del silencio, es decir, al interior de la mente activa. De la misma manera en que se ha visto en cierta psicología cognitiva mediante el análisis con ejemplos de ejercicios de representación imaginativa, múltiples preguntas pueden hacer un alboroto dentro de nuestras cabezas mientras permanecemos con la boca cerrada y las manos quietas, ya que al final, sólo una de ellas será elegida para ser enunciada o plasmada en papel y tinta, quizás la más persistente, quizás la más relevante según nuestro criterio y la aplicación de nuestro juicio en relación con nuestros intereses particulares. Quizás sólo de manera aleatoria, como sucedió con Mallarmé y los surrealistas.

Así que, si bien es cierto que la pregunta es la manifestación más visible de la generación e instauración de toda teoría y de todo discurso coherente (empezando por el filosófico, desde luego, indagatorio por excelencia), también es cierto que el silencio es aquella presencia invisible que se resguarda y permanece constantemente tras la pregunta, pues en él se genera, instaura, vive, y coexiste con otros pensamientos, con otras latitudes de nuestra razón. En este caso hay una relativa identificación entre el silencio y la pregunta: la operación de la duda y el raciocinio se elaboran, en un primer momento, dentro del silencio, en un espacio reflexivo en el que no se externa ni el habla ni la escritura, sino más bien bajo la continencia de estas intrínsecas en la interioridad del pensamiento, en el intercambio interno entre posturas varias, en ese ‘diálogo silencioso del alma consigo misma’, la diánoia platónica. Y ante este panorama, cabe dar un paso más adelante en nuestro discurso: resulta por ende necesaria esta interacción entre silencio y pregunta, su perfecta complementariedad e interacción mutuas, para que la naturaleza de este silencio re-generador del lenguaje pueda llamarse de manera correcta, dialéctica. Podría tomarse, a manera de ejemplo y usando terminología hegeliana, a la pregunta como un momento negativo dentro del discurso, que necesariamente deberá de darle marcha y movilidad generando otra enunciación, a su vez expresada desde el seno del silencio mismo, con la cuál se verá con más claridad lo que se ha dicho, e incluso lo que se ha preguntado.

Además, un adecuado ejercicio inquisitorio no puede generarse dentro de un clima de constante ruido (en todo el sentido de la palabra). El mismo lugar de la gestación de la pregunta debe ser el de la habitación de la comprensión, pues casi siempre después de una provisional interpretación de un aspecto de la realidad surge otro cuestionamiento acerca de la misma que se le contrapone, como su acérrimo enemigo. Debe ser un lugar en donde el ejercicio crítico, así como la asunción del conocimiento sea perennes y efectivos; en donde por un lapso indeterminado de tiempo se geste la pregunta, y posterior a la discusión dentro del discurrir lingüístico y filosófico, se asimile efectivamente lo aprehendido, y donde ese conocimiento se disuelva dentro del pensamiento, se haga parte de uno mismo de manera indistinta; un conocimiento que sea constituyente, esencial e inseparable de la realidad del individuo, del cual, desde mi punto de vista, es su práctica concienzuda (de constantes enfrentamientos, fundamento del espíritu crítico) la más clara señal de una adecuada comprensión, o si se desea llevar a territorios más elevados de idealización, del verdadero conocimiento: la cumbre de toda noesis, de la episteme misma, ese sueño platónico cuya borrosa efigie no hemos sido capaces de descifrar aún.

Por tanto, dentro del silencio, nos parece que la interrogación y la comprensión descansan y van siempre de la mano, ininterrumpidamente, se encuentran juntas y siempre va una después de la otra: la comprensión regresa a casa después de un largo y fatigoso viaje a través las sendas del cuestionamiento, se realiza el incesante paso de la puesta entre paréntesis hacia el auto-reconocimiento, y viceversa, de manera claramente dialéctica, en un sentido más que circular, de espiral ascendente.


La restricción del lenguaje: la cara destructiva del silencio dialéctico

En toda dialéctica debe siempre existir una contraparte, un límite provisional, un momento negativo, el cual debe ser colmado y superado para dar paso al decurso necesario del fenómeno en cuestión. Siempre resulta una restricción ineludible, un tipo de impedimento del que no podemos prescindir. Como hemos venido desarrollando, el silencio actuante como poiético aparece entonces como aquel topos en donde todo pensamiento-lenguaje discursivo es generado, y en donde alcanza su máxima asimilación, su más efectiva faceta. Pero, avanzando en nuestra teoría, y de tomar al silencio únicamente como generador del lenguaje, lo mantendremos incompleto. Algo no puede alcanzar su máxima significación sólo en el origen: tiene que llegar a un fin, a una comprensión que siempre es una conclusión; poder llegar a una especie de muro limítrofe que le señale el territorio que ya ha comprendido, y que al mismo tiempo le obstruya el paso hacia aquello que no comprende o que espera ser respondido, en el caso de la pregunta y de la estructura interrogativa acerca de la realidad: la crítica y la duda metódica como sistemas de deconstrucción internos.

Es por eso que al mismo tiempo que el silencio poético engendra ideas que serán llevadas al lenguaje exteriorizado mediante el habla y la escritura, también representa el tope provisional del mismo; ya que, al agotarse ese primer significado, tendrá que agotarse también ese flujo de palabras que pretendían explicar cierta realidad, pues no es posible una comprensión meritoria cuyo final sea meramente hipotético, al menos no dentro de ámbitos tan restringidos como los del habla o la escritura. El silencio ante una situación de la que soy ignorante, y que necesito meditar acerca de ella para explicarla satisfactoriamente dentro de la dinámica constructiva del diálogo con otra persona, responde a ese silencio restrictivo al que me refiero: el silencio como final, como muralla, como destrucción, o más bien dicho como disolución del habla y de la escritura: es el territorio de Siva, “el destructor”, una de las tres deidades principales del Universo dentro de la cosmología hinduista, la de naturaleza más dialéctica y grandiosa que conozco, después del gnosticismo.

De nuevo nuestro razonamiento nos pone una trampa, por lo que es menester la superación de las dicotomías para el claro discernimiento del asunto, condición de posibilidad de toda dialéctica, de todo pensamiento móvil y complementario. No nos estamos enfrentando según mi perspectiva a otro tipo de silencio ‘destructivo’, sino tan sólo a la contracara de este mismo, del poiético: se muestran así las dos caras complementarias del silencio dialéctico, si nos situamos desde una perspectiva concienzudamente dualista: el acoplamiento entre tensiones contrarias del arco de lira heraclíteo, el lado soleado y el umbrío de la colina de la tradición taoísta que integran y conforman los perfiles polares de todas las cosas. Al postular seriamente la existencia de este tipo de silencio como contraposición total, antagónica e insuperable del habla o de la escritura, como momento negativo absoluto, no estamos dando entrada sino a otro pseudo-problema, pues en realidad, el pensamiento-lenguaje discursivo como tal, en un sentido metafórico fuerte, “nunca se crea ni se destruye”, como tampoco lo hace el postulado de la materia bajo el esquema físico newtoniano. Tal ingenuidad falaz de absoluta aniquilación es desechada desde el principio por nuestro esquema. Efectivamente, existen momentos pre-palabra en los que se formula la pregunta y se genera posteriormente en forma de exteriorización, y momentos post-palabra en los que llega a término el desarrollo de lo expuesto y se retorna a lo pensado; bajo esa visión, efectivamente, hay un principio y un final del discurso dentro del diálogo, ya en el habla, ya en la escritura: regresamos a la vulgar pero elemental diferenciación entre estar diciendo algo y estar callado. Según la religión brahmánica, para que la dialéctica universal del devenir funcione de manera correcta y pueda tener cabida la eternidad cósmica, necesita indefectiblemente de un cambio constante, de un movimiento perpetuo: tiene que haber siempre un Brahma (“el creador”, “el generador”), un Vishnu (“el preservador”, “el continuador”), y un Siva (“el destructor”, “el desintegrador”): siempre uno detrás del otro y por delante del otro. De una manera análoga ocurre con el silencio dialéctico y la palabra-silencio-palabra (o silencio-palabra-silencio: véase como mejor le plazca) bajo este marco que hemos construido.

Aterrizando por última vez la metáfora en nuestra explicación, y según lo hemos determinado, esa destrucción o final del discurso o desaparición del lenguaje es sólo hipotética y temporal, o sea aparente, pues de inmediato cambia la faceta y se transforma en ese silencio generador que busca incesantemente significados (mediante el ejercicio del preguntar, entre otros, como ya vimos) para romper la barrera que le impuso antes el silencio en la forma de la ignorancia inmediata; y esa faceta creadora del discurso en cierto punto del diálogo cambia para volverse a disolver en el silencio de la pregunta, en una nueva barrera del enigma. Alguien habla y se calla, para luego volver a hablar y seguirse callando, dependiendo de las circunstancias y de las situaciones presentes. Se calla para escuchar, o sólo para meditar lo que ha dicho y lo que necesita decir a continuación. Nos sumergimos así en un vaivén de matices casi infinitos, en un juego rítmico universal que involucra lo verdaderamente esencial de la comunicación humana, en una sinfonía de altibajos y de movimientos imprevisibles que se fundamentan en dos básicos, el aparecer y el desaparecer: el silencio y la palabra.

Esta dinámica, representada a manera de un circuito en donde las realidades dualistas de generación-restricción de la palabra (nacimiento y muerte del logos) están íntimamente ligadas, y en donde las dos son parte de una misma cosa, facetas distintas de una misma realidad, es la piedra de toque de lo que tratamos de explicar aquí como silencio dialéctico: este silencio que genera y que restringe, y que parece ser uno y el mismo, y en el que dentro de él podemos aspirar hacia una comprensión más clarificadora de nuestra realidad lingüística, perneada por la parcialidad de un subjetivismo burdo, e ir en pos de la eliminación de las dicotomías lingüístico-racionales pseudo-problemáticas.

Ante esta importante afronta, el silencio dialéctico como el mecanismo de creación y destrucción continuas del habla y de la escritura, le aportan al pensamiento- lenguaje discursivo un campo mucho más amplio de movimiento y de posibilidades racionales o intelectuales. No sólo representa ese silencio del habla puramente pragmático, el de hablar y el del callar, sino un juego constructivo-destructivo al interior de uno mismo, simultáneo a la exteriorización en forma de lo concreto, o sea, de la sonoridad y de la grafía. Es necesario según creo, si se quiere llegar a una plena concordancia de nuestra propuesta con la realidad, mantener este tipo de lógica dialéctica durante nuestro razonamiento y no apartarlo de nuestro ejercicio crítico por ningún motivo, ni en este capítulo ni en los siguientes. Representa una buena herramienta para las páginas posteriores, y según creemos llevando más lejos el asunto, para el pensamiento en general.

Esta visión del silencio dialéctico como protofenómeno del pensamiento-lenguaje discursivo (una espiral ascendente silencio-palabra-silencio que no encuentra ni principio ni final absolutos, y que es condición de posibilidad de toda habla y de toda escritura); es decir, entendido como ente estructural (y por ende, cuasi-trascendental) indiscernible del lenguaje mismo, que no se generó ni se destruirá desde nuestra limitada perspectiva experiencial de seres contingentes y finitos. Esta visión, huelga decirlo, no está exenta de problemas, sino muy al contrario, abre una serie de objeciones argumentativas que podrían realizarse desde una perspectiva más bien posmoderna y deconstructivista, escéptica de todo estructuralismo o trascendentalismo. No obstante, me ha parecido lo suficientemente consistente hasta ahora, la más pertinente por el momento, para seguir con nuestro análisis de las modalidades del silencio dialéctico presentes en el desarrollo de la cotidianidad discursiva, las cuales es menester revisar a continuación.


Algunas modalidades del silencio dialéctico


Preámbulo

El silencio dialéctico imbuye la totalidad de nuestra experiencia lingüística y racional, según hemos tratamos de hacer manifiesto, funcionando como origen y final simultáneos del pensamiento-lenguaje discursivo. Sin embargo, el silencio en búsqueda de significados o aquel que pretende generar lenguaje discursivo por medio del pensamiento a partir de la latencia de éste, se presenta indudablemente durante variados momentos y bajo muy diversas circunstancias dentro de nuestra vida diaria y en nuestro contacto e interacción con el mundo, y tiene tantos matices como los puede tener nuestro pensamiento-lenguaje discursivo mismo: una riqueza, podríamos decir, inagotable. Existen tantos tipos de silencio dialéctico como hay intenciones en cada uno de nosotros: una gama casi infinita, tan sutil y tan opaca a veces que a menudo escapa por completo a nuestras posibilidades de interpretación. Otras veces, y en algunos afortunados momentos, este mismo silencio se transforma en evidencia de algo, con la misma nitidez y transparencia que el lenguaje hablado y escrito (o aún más, incluso), encarnándose como el significado en sí mismo dado a que siempre se encuentra cargado de algún tipo de intencionalidad, como bien observara Husserl respecto de cualquier acto de percepción a través de su método fenomenológico, es decir, de una intención albergada dentro de la ausencia de palabras manifiestas, para decirlo muy concretamente: un tipo muy particular de racionalidad, que no es la puramente conceptual, sino de otro tipo, emparentada más bien con lo emocional, con ese otro aspecto, más obscuro y poderoso, de lo humano.

Por cuestiones personales, me vi sumergido en la apremiante tarea de realizar una taxonomía parcial (como todas las taxonomías de este tipo) de los más significativos y frecuentes tipos o modalidades del silencio dialéctico que he logrado rastrear dentro de las vivencias y experiencias con el mundo de las que he sido partícipe y de las que he observado que la demás gente es partícipe de igual manera que yo mismo: trataremos de dividir, entonces, las etapas del silencio dialéctico desde el nivel más simple posible, desde el más pragmático de éste, es decir, dentro de nuestra cotidianeidad discursiva, con el fin de una identificación más amplia de lo que se intenta clasificar en relación con las vivencias personales de los demás. En la identificación se encuentra la comunión. Y posteriormente viene, si tenemos suerte, cierta comprensión de nosotros mismos.

Para empezar, dentro del silencio dialéctico mismo, hemos de realizar una distinción entre dos tipos de silencios (independientes, o más bien, intrínsecos con el silencio de creación-destrucción que acabamos de exponer): 1) el de regulación intelectual (voluntario, consciente, premeditado), y 2) el de desbordamiento emocional (involuntario, subconsciente, acto reflejo). Esta taxonomía nos ayudará a explicar de una manera más fluida y precisa las maneras en las que este silencio dialéctico opera dentro de nuestro lenguaje, esto es, dentro del común de nuestras experiencias.


Silencios de naturaleza intelectual


El silencio pasivo o de recepción de información

Guardamos silencio cuando alguien nos está exponiendo algo. Un coloquio o una cátedra no sería posible si la gente o los espectadores no guardaran silencio mientras el hablante expone su punto o lo que tenga que decir, cualquier cosa que esto sea. En cualquier lugar en donde exista una organización de individuos que acudan a un evento específico con la pretensión de recibir cierta información de otra persona –llamémosle expositor– en un lapso de tiempo determinado, el silencio tendrá que ser una condición de posibilidad para que esta actividad se lleve a cabo con éxito.

En una clase cualquiera al interior de la universidad por ejemplo, y desde mi caso particular de universitario, mientras el profesor expone sus conocimientos y desarrolla todo el bagaje de información que habrá de emitir hacia nosotros, los alumnos, casi bajo un acuerdo implícito y de conducta social sobre-entendida, estos últimos tendremos que abstenernos de emitir palabra alguna, y permaneceremos callados hasta que sea pertinente la participación dentro de la misma.

En cualquier momento en que alguien nos está diciendo algo de manera expositiva, es decir, está tratando de comunicarnos algo mediante un discurso o ilación de ideas ordenadas con un fin en particular, es preciso que nosotros guardemos silencio mientras esta persona habla, creando el circuito lingüístico del habla, en donde el oyente no emite palabra alguna y se dedica a recibir toda la información que el hablante está manifestando. Después, se invierten los papeles, y ahora el anterior hablante se convierte en oyente, el cual ahora tendrá que guardar silencio y recibir información del otro, y así sucesivamente hasta que la conversación termine, hasta que cese la exposición, o bien, la discusión.

Hay casos, como el de las exposiciones o lecturas de discursos muy prolongados (en las conferencias, cátedras y simposios al interior de cualquier tipo de ambiente académico o de divulgación cultural, en las ceremonias de los centros religiosos de casi cualquier credo, en alguna campaña política o un discurso presidencial, entre otros ejemplos en donde se enuncian largas exposiciones habladas) en el que el receptor de información –en este caso, la audiencia– tal vez nunca intercambie información directa con la autoridad que se dirigió al público, y siempre permanezca como un oyente, guardando silencio durante todo el trayecto de lo expuesto.

De cualquier manera, el silencio dialéctico opera aquí normalmente, y es esta la modalidad de este tipo de silencio que resulta más común y más natural en su desarrollo: la palabra potencial esperando su turno para ser enunciada, el oyente que espera su turno para intervenir y contestar, de la manera que sea, la información emitida por el hablante. La dialéctica del dinamismo del silencio-palabra-silencio en su etapa potencial no puede ser más clara que en esta modalidad pasiva o receptiva.


El silencio prudente o de preservación de la intención

Hay una cualidad humana que no a menudo nos encontramos durante el diario discurrir de nuestra cotidianeidad: la discreción. Esta extraña y preciada virtud esconde tras de sí, como aspecto formal de nuestra exposición, una modalidad del silencio dialéctico de naturaleza intelectual, la cual hemos decidido llamar silencio prudente o de preservación de la intención.

Como ya dijimos, la intencionalidad esta siempre presente dentro del despliegue expresivo natural del silencio dialéctico. Sin embargo, a veces es necesario un esfuerzo intelectual de contención y disimulo para no expresarlo todo de manera indefectiblemente directa, por una o por otra razón en particular. Este especial cuidado en la manifestación de información, casi siempre acompañada de algún tipo de afectación velada, es, como hacernos notar aquí, siempre un tipo de conducta silenciosa, misma que no deja asomar de lleno todas las determinaciones y todo el caudal de intencionalidad que está presente en el discurso que acompaña a la acción concreta.

Es por ello que además de funcionar a manera de “dique discursivo”, este silencio prudente o de preservación de la intención representa también uno de los paradigmas más importantes de los silencios de naturaleza intelectual, es decir, aquellos que son impuestos desde nuestra volición, en aras de dirigirlos intencionalmente hacia nuestros fines en concreto, a veces con el fin de evitar ciertas dificultades, a veces con el fin de pasar desapercibidos frente a una circunstancia que nosotros catalogamos como negativa o claramente perjudicial.

Una cualidad del silencio como es ésta, demasiado acendrada en un individuo, desemboca en aquel carácter que se ha llamado taciturno (y cuyas características abundaremos un poco más adelante), pero en una buena dosis, de manera prudente, nos sirve para funcionar a través del mundo de manera discreta y a veces estratégica, sacando a cuenta nuestros intereses y ambiciones en el momento y de la manera que así lo deseamos. Por ello, la phronesis o prudentia es su carácter originario, y debe proceder de un pleno refreno de la intencionalidad desbocada, del pathos en cuestión. Representa, para mi gusto, una de las formas más acabadas de la inteligencia humana.

Un procedimiento inteligente ante estas circunstancias de desventaja o de posible ventaja y provecho propios aclara de una manera más frontal el porqué de nuestra taxonomía como silencio de naturaleza intelectual. Sin embargo, no pareciera que obedeciere a un tipo de intelección puramente conceptual: es más bien una dosis exacta de las dos principales, de abstracción y de intencionalidad. Es por ello que puede dirigirse hacia un fin muy particular, pues nuestro corcel metafórico, además de servir como veloz medio de transporte, posee las bridas necesarias para conducirlo por la dirección deseada.

Huelga decir que este tipo de silencio prudente no opera solamente cuando queremos conseguir algún tipo de bien o de propósito en particular: más bien opera de manera más regular y cotidiana, durante el discurrir diario de nuestras vidas, cuando ocupamos un discurso distinto y adecuado dependiendo de la situación y del contexto en la que nos encontremos, y sobre todo del interlocutor en cuestión. No es lo mismo una charla con los amigos que con el abarrotero, con nuestra amante que con nuestro director de tesis. Al unísono con el segundo Wittgenstein, una vez que encontramos nuestro juego del lenguaje correcto en su uso, es que podemos manifestar un cierto tipo de intencionalidad o no manifestarla en absoluto. Esta no-manifestación es crucial para el discurrir diario, si tenemos la prudente actitud (o por lo menos socialmente, culturalmente adecuada) de no querer ser etiquetados de locos o de exhibicionistas. Es, también, una de las características de la que consideramos otra preciada virtud contemporánea, la adaptabilidad, esa cualidad igual de rara y sorprendente entre las personas más groseras del orbe.


Silencios de naturaleza emocional o afectiva


Silencios de reacción emocional


El silencio incómodo o de desacoplamiento con la otredad

Los individuos, como seres sociales, diversos en nuestra unidad, partimos de distintos presupuestos al momento de conversar con alguien dentro de la dinámica de convivencia e intercambio de ideas. Cuando los panoramas, la situación cultural, social o de cualquier otra índole coinciden entre los conversadores, pero sobre todo, cuando ambos han sido partícipes de experiencias similares o iguales, el discurso intersubjetivo fluye con normalidad, encontrándose un gran placer o por lo menos un gusto moderado en ella, y como en todo acoplamiento hay bienestar, es obvio que las cosas se den de esta correcta manera bajo este clima de cómoda identificación entre hablantes.

No es un misterio sino algo bastante común para nosotros que cuando no hay acoplamiento con las ideas o con las costumbres, modales o formas lingüísticas de nuestro conversador (en pocas palabras, y para decirlo con Gadamer, no acontece la fusión de horizontes de sentido), la fluidez de la comunicación se turba y no fluye con naturalidad, llegando incluso en algunos casos hasta el punto del cese total de la misma.

De esta manera, el tema que nos vinculaba se agota, y uno queda a la deriva frente al misterio del otro, las tierras ajenas de algo, si no completamente distinto, por lo menos parcialmente ajeno a nosotros, a nuestra realidad. El tratar de tender puentes entre cosmovisiones o maneras de percibir el mundo, es decir, de identificar puntos de acoplamiento entre ambas personas (o varias, según sea el caso) es indispensable para el desarrollo de cualquier tipo de comunicación hablada, ya sea con un fin encaminado a algún tipo de aprendizaje o de obtención de conocimiento, ya sea con otro meramente instrumental y cotidiano.

Cuando el individuo no puede penetrar ‘la otredad de ese otro’, por cantinflear à-la-Levinas, y viceversa, se tiende esa especie de muralla de la incomprensión y del desacoplamiento, aquella que no permite que ninguno de los dos lados de la frontera haga contacto de manera parcial o de manera absoluta. Es por ello que resulta lógico que personas cuyos horizontes de comprensión son totalmente distintos, o en su defecto, cuando una o varias de las personas tengan un interés nulo o casi nulo en comprender los del otro, permanezcan calladas la mayor parte del tiempo en el que permanecen juntas. Es un silencio incómodo, de desacoplamiento y de desinterés claramente marcados.

Esa cuestión que nosotros solemos llamar simpatía no acontece entre ellos, no digamos si quiera entendimiento. Incluso, forzando un poco el término, no sólo no existe simpatía en el intersticio, si no empatía. La empatía, el fusionar ambos pathos desde dos distintas perspectivas de vida es precisamente lo que mengua allí, provocando un corto circuito entre los potenciales transmisores de información mutua.

En este caso muy particular, el silencio dialéctico es palabra en potencia, pero que nunca alcanza su plenitud, puesto que los medios de intercambio lingüístico-oral no existen o jamás se encontraron. Esa extraña “repelencia (moderada o no) de lo extraño”, genera un silencio ciertamente inquietante y poco deseable a la hora de interactuar con otra persona. Esta modalidad del silencio ciertamente no es absolutamente improductiva, y de hecho clasifica como silencio dialéctico porque, aunque no genera habla entre los interlocutores en ese preciso momento por carencia de empatía, genera pensamiento y opinión sobre cada uno de ellos, los cuales serán desarrollados por ambos en algún punto al momento de comunicarse con otra persona: la intencionalidad no se crea ni se destruye, sólo se transforma.


El silencio cómodo o de acoplamiento con la otredad

Existe, a la inversa de la anterior modalidad de silencio y tal vez como su modelo antagónico, una en la que ciertamente el ejercicio del habla no es necesario para establecer un nivel de comunicación con el otro, en el que la intencionalidad es sumamente manifiesta, esta vez bajo su aspecto positivo: a través de ella, el silencio “habla” por sí solo.

Desde este parámetro, la llamada empatía es tal entre los individuos, que pueden encontrar una forma no-discursiva (extrínseca del circuito del habla) de lenguaje y de significación. Ciertamente el lenguaje no se limita a un solo código, y aunque este es tema de estudio de la lingüística, de la semántica y de la semiótica, no podemos negar tampoco que hay una variedad muy rica y de amplio rango para poder comunicarnos con el otro. El habla es una de ellas, de las más importantes quizás, pero nunca la única. Modalidades de la comunicación como la gestual, la de expresión corporal, e incluso yendo hasta territorios que no corresponden a este estudio como el de las manifestaciones artísticas (la plástica, la música, etc.), son claras ejemplificaciones de que existen otras rutas para el entendimiento con el otro.

Bajo esta premisa, al permanecer en silencio con alguna persona ante la cual nos sentimos plenamente identificados e integrados en un nivel de congenialidad fuertemente asentado, no hay necesidad momentánea ni urgente de emitir palabra alguna. Un simple gesto o una seña, incluso una sonrisa basta para transmitir una idea, un pensamiento o una opinión acerca de algo. Es el silencio cómodo o de acoplamiento con la otredad.

Esa especie de “acogida auténtica del otro” levinasiana responde a aquella manera de comportamiento personal en la cual está silenciado el interés personal, contando sólo la realidad del otro: no existe oposición ni confrontación entre intencionalidades, ya que ambas apuntan hacia el mismo destino en ese momento espacio-temporal muy particular. Esta realidad esplendente, maravillosa, única, pide a su alrededor una franja de vacío –o campo de resonancia– para poder autodesplegarse y revelarse. Cuando ésta no existe, por que hay intereses personales fuera de armonía, ruido “informativo” o discordancia en la intencionalidad, la realidad del otro no se siente en su seno, como fin en sí mismo, sino como instrumento para otro, y en realidad acontece allí ningún bienestar por que no se experimenta la relación intersubjetiva como se quisiera experimentar.

En este sentido, esta “acogida auténtica del otro” a menudo es silenciosa. Hasta podemos llegar al extremo de afirmar que la única manera de que la acogida tenga altura auténtica es que en realidad de verdad sea silenciosa.

Hay, por llamarla de alguna manera, una comodidad presente al permanecer junto a esa persona, ya que no se fuerza el mecanismo de generación de vínculos significantes (lo cual ya implica un trabajo de depuración y reconocimiento, a veces casi titánico, otras de manera por demás espontánea), puesto que tras un indeterminado temporalmente proceso de conocimiento mutuo previo, se han tendido suficientes bases y puntos en común entre ambas personalidades que ya no es necesario explicar muchas cosas que para cualquier otro individuo hubiera sido indispensable aclarar si hubiéramos querido comunicarle algo, si hubiéramos querido extender sin tapujos nuestra intencionalidad traducida en palabras.

Esta modalidad de acoplamiento con la otredad en sí misma también posee niveles y grados de acoplamiento, de comodidad. Hay personas con las que podemos pasar largos ratos sin proferir palabra alguna y no obstante sentirnos agradablemente acompañados, y otras con las que este silencio cómodo sólo es válido para unas cuantas circunstancias en las que ambos están al tanto, pero en este caso, el silencio no dura tanto ni es tan placentero como con el primer ejemplo.

Como conclusión respecto a esta modalidad silenciosa, sólo se puede lograr cuando hay varios puntos de coincidencia entre experiencias o situaciones que hagan identificarse a los potenciales interlocutores, que haya una mayor fusión de horizontes contextuales en un nivel no tanto hermenéutico (u ontológico), si no más bien ético e interpersonal. El silencio que no se sufre ni incomoda estando en compañía de otro es posible porque no hay mucho más que decir acerca de sus vidas, de sus necesidades, preferencias y demás accidentes subjetivos entre ellos; no es necesario poner en claro casi nada uno respecto del otro, creando una especie de ideal ético entre dos personas en el más extremo de los casos, y en los niveles más moderados y normales, simplemente un disfrute de la presencia por la conexión entre individuos.


Silencios de desbordamiento afectivo

La palabra ‘afección’ proviene del latín afectio, y puede ser divida para su estudio como af-fectio, a su vez proveniente de ad-facere, una especie de adverbio sustantivado que significaría algo así como ‘hacer u obrar en, hacia, o sobre algo’. Por tanto, una afección, tal y como la entendemos aquí, en apariencia contraria a la designación aristotélica de ‘pasión’ (la cual, en su raíz latina, implica pasividad, una actividad de carácter enteramente receptivo), podría reconocerse como aquel hecho anímico que, de suyo, se caracterizaría como un suceso que nos llega subrepticiamente desde un ámbito exterior, y que, sin que nosotros nos lo propongamos y ni siquiera lo esperemos, acontece e impacta en nuestra subjetividad, ‘afectándonos’, ahora sí, dentro de otro ámbito que podríamos llamar ‘interior’. La designación clásica de ‘golpe alógico’ (plegé álogos) del neoplatonismo de Plotino, nos parece, se adecua completamente a lo que queremos designar como ‘afección’, siendo ésta una clase de irrupción en nuestro estado normal de ánimo, podríamos decir incluso agresiva (pues acontece sin nuestro consentimiento previo), dejándonos sin poder saber qué es lo que nos pasa a ciencia cierta y, por ende, sin poder traducirlo a algún lenguaje inteligible por un lapso indeterminado, variable de experiencia en experiencia. Representa un tipo de silencio que no podemos controlar ni quitarnos de encima, por más que deseemos hacerlo.

Bajo esta visión de la teoría neoplatónica respecto de la emocionalidad (la cual es sólo paradigmática en nuestro texto, pues en el neoplatonismo toma otros carices mucho más místico-experienciales que los solamente experienciales que retomamos nosotros, bajo un ámbito más o menos cotidiano), semejante afección conduce ‘de golpe’ hacia un no-pronunciamiento sobre las cosas, hacia una imposibilidad de ilación entre concepto y sensación debida a una perfección espiritual resultado de la aproximación progresiva (hipóstasis) y de unión entera y de disolución en el absoluto plotiniano, en lo Uno (to Hen), fuente de todo y de todos los seres, origen y cauce de lo existente, generando una incapacidad humana de sostener en potencia la totalidad de la actividad divina en un ente singular, en un mortal de carne y hueso.

Sea lo que haya significado la afección para Plotino y para sus seguidores, nosotros hemos decidido implementar la acuñación neoplatónica de ‘golpe alógico’ para ejemplificar aquella situación en la que las capacidades expresivas del individuo quedan minadas casi del todo, durante un momento de trabazón y rebasamiento de los límites normales de contención de la emocionalidad humana, que no hace sino saturar los canales de ordenamiento racional y de pensamiento lógico normales, dejando al mismo en una situación de por sí vulnerable, sin habla ni coherencia, parcialmente enmudecido: llamaremos aquí a esta condición limítrofe del hombre silencio de desbordamiento afectivo.
Asimismo, intentaremos demostrar en qué medida pertenece a la naturaleza del silencio dialéctico a partir de nuestros siguientes desarrollos.


El silencio de disminución del ser o de evasión de circunstancias negativas

Hay sucesos que no nos atrevemos a recordar, puesto que nos producen un dolor o una incomodidad inconmensurables: los sucesos traumáticos que tan bien conoce la psicología clínica. Mucho menos nos atrevemos a hablar de ellos. Esta susceptibilidad psicológica frente a eventos de fuerte carga emocional, produce que, al igual que en el silencio prudente o de preservación de la intención, uno se abstenga de emitir palabra alguna respecto de nuestras experiencias negativas más profundas, pero esta vez casi de manera forzada, increíblemente más impetuosa y mucho más desagradable que la anterior.

La diferencia entre el tipo de silencio anterior y éste, es que el primero no tiene por qué estar relacionado para nosotros necesariamente con una impresión negativa, y en el segundo es condición de posibilidad. En el silencio prudente se esconde una intencionalidad indeterminada, un acto o serie de actos potenciales que, por astucia o por conveniencia, no es preciso revelar en el transcurso de la plática o del discurso. En este silencio supresor o de disminución de ser (siguiendo el excelente discurso ético de Spinoza respecto de las afecciones, en el que el carácter negativo de las emociones representa carencia, y el positivo abundancia), estas palabras se suprimen casi automáticamente, inconscientemente casi se diría, como un mecanismo protector de la mente ante la exposición de las vivencias más negativas que hemos sufrido, que estamos dispuestos a olvidar. Como hemos remarcado, en este punto Freud y el psicoanálisis tendrían, paradójicamente, mucho que decir.

Al discurrir, estas memorias o circunstancias negativas impresas en nuestra psique no salen a relucir en el discurso cotidiano, quedando sepultadas bajo la pesada lápida del silencio y del aparente olvido. De hecho esto es muy notorio cuando comenzamos a abordar esos sucesos y pensamientos en la plática con el otro, y notamos un casi siempre intempestivo rechazo, un profundo malestar similar a una náusea o a un dolor corporal agudo, y un cese de palabras que le dan la vuelta al asunto y abordan otro tema con rapidez. Hay veces que el silencio lleva hasta el recuerdo de lo acontecido, hasta la énstasis, hasta las mudas lágrimas.

Es tal el desagrado y la repulsión de lo traído a la mente en el momento de la interlocución, que uno permanece en silencio respecto de eso que nos molesta, que nos deprime o que, metafóricamente, “nos vuelve locos”, “nos saca de nuestros cabales”, rebasándonos en cada momento sin que podamos hacer casi nada al respecto. Como dije, podría tomarse semejante reacción como una respuesta-reflejo activa de evasión al dolor y al daño con fines de supervivencia y coexistencia, pero ese no es nuestro tema de estudio, que más bien corresponde a un tratamiento relacionado con la psicología cognitiva. Yo sólo me limitaré a exponer, de manera observacional, que frente a esas circunstancias negativas, uno suspende el habla y guarda silencio, como ya vimos, un silencio no absoluto, sino provisional. Es menester quedarnos esta vez como Husserl y los fenomenólogos, en el borde de la pura descripción, “en la cosa misma”, aunque tal pretensión de búsqueda de objetividad falle a menudo, al caer en las trampas de nuestras inclinaciones.

De este silencio negativo, se desprenden una serie de sub-derivaciones, todas producto (o causa más bien) de una disminución de ser spinoziana, provenientes de aquella naturaleza tanatológica freudiana, de pulsión de muerte. Hemos de destacar aquí solo a tres (pues seguramente se pueden encontrar muchas más si se acerca la lupa con precisión a los casos con habilidad antropológica), las que consideramos como sus más fundamentales transformaciones o facetas del mismo impulso originario: la ira, la melancolía y el miedo. Es posible que se hayan escrito bibliotecas enteras sobre estos temas de por sí inabarcables a lo largo de nuestra historia, por lo que aquí serán tratados de una manera bastante descriptiva, lo más posiblemente cercana a un simple esbozo, a un mero esquema de representación fenomenológica.


La ira

Cuando alguien se enoja demasiado con nosotros, es muy difícil que intente dirigirnos la palabra si intenta controlarse, y casi imposible que lo logre, ya que, de no hacerlo, asumiría sin duda acciones mucho más agresivas en contra de nuestra persona, incluso irreversibles en contra de nuestra integridad. Encontramos, como en todas las emociones humanas, una gama inconmensurable de gradaciones cuando hablamos de la ira. Hay momentos en los que no nos es posible ni siquiera voltear a ver a nuestro oponente o a nuestro insultante, pues corremos el riesgo de cometer actos transgresores de los cuales podamos arrepentirnos después gravemente, en caso de que seamos nosotros los afectados. Cuando nos encontramos en el otro papel, es mejor tomar una prudente distancia, y dejar que se calmen los ánimos.

En la mayoría de los casos, si se intenta decir algo al respecto en tal estado iracundo, lo único que se consigue en emitir una serie de sonidos ininteligibles, de palabras inconexas o de insultos mecánicos que poco o nada tienen qué ver con la resolución del problema: en esos momentos de ígneo balbuceo, valdría lo mismo quedarse callado que despotricar abundantemente en contra de aquello que nos ha afectado. Es un tipo de silencio basado en el ruido, en la ininteligibilidad, en la falta de sentido a través de las emisiones sonoras pronunciadas.

Pero hay aún una frontera más honda cuando hablamos de la inefabilidad en relación con la ira. Descartes, en su gran tratado sobre las emociones humanas titulado Las pasiones del alma, abordaba precisamente este tema en una de sus páginas, y decía que podría ser mucho más peligrosa una persona que palidecía hasta alcanzar un tono blanco como el papel y que se quedaba muda en el momento del despliegue desbordado de su descontento (de naturaleza melancólica), que una que enrojecía como tomate y que gritaba y blasfemaba sin ton ni son (de naturaleza sanguínea), ya que los sentimientos de la primera tendían a ser mucho más profundos y vengativos que la otra, que habíase desahogado casi por completo, generando mucho mayores estragos en su propia alma y en el patrimonio de los demás. El enmudecimiento resultado del exceso de ira es ciertamente un fenómeno más raro que el iracundo estruendo provocado por la insatisfacción, y por ende más interesante.


La melancolía

Desidia, apatía, abandono: todas estás palabras tienen su origen en el sentimiento primigenio de la melancolía, otro nombre más antiguo para la tristeza continua, y no son sino despliegues de la misma pulsión, de ese ‘demonio del mediodía’, azote de los eremitas y pecado mortal, el más dañino de todos para el alma, tortura indecible de aquellas congregaciones de monjes confinados en celdas con viras a la vida contemplativa, en edificios por completo aislados de la sociedad, en medio del desierto, según las interesantes observaciones de Aldous Huxley sobre el fenómeno. La relación del silencio con la melancolía es casi evidente: el cese de las motivaciones llevan a la inacción, y esta a la suspensión de toda actividad cotidiana, incluida el habla, la correspondencia con el prójimo. La introspección desmedida es uno de los síntomas más cercanos a este tema, en el que los vértices de la melancolía y del silencio se encuentran y se tocan de manera perfecta. Es el estado constante del taciturno.

Actualmente, y ya desde hace casi un siglo, se ha sustituido el término melancolía (que encuentra sus orígenes en la teoría hipocrática de los cuatro humores, con vigencia en nuestro mundo occidental casi hasta bien entrada la modernidad) por el de depresión, y se han elaborado una serie de estrategias terapéuticas para combatir tan deplorable estado de ánimo, corrosivo y anulador, pero indudablemente constitutivo de nuestra naturaleza, en unos más que en otros.

Existen, sin duda, diferentes tipos de tristeza, con diferentes profundidades y alcances, aunque sus parámetros se pierden por lo general en la experiencia subjetiva, en la sensación privada –incomunicable del todo–, pese a que tal noción sea rechazada por Wittgenstein en sus Investigaciones Filosóficas. Una de las más profundas, sin duda, responde a ese sentimiento de desazón y de sinsentido tan magistralmente representado en el libro bíblico de Qohelet (Eclesiastés) o por existencialistas franceses como Sartre y Camus: es la melancolía, síntoma terrible del alma que ha perdido su rumbo, que ha abandonado toda esperanza de encontrar algún tipo de luz, de camino, de hilo al cual seguir, y que se tira al inmenso mar de la indeterminación completa.

Ese excesivo peso del cuerpo y pereza al hacer las cosas, sinsabor pleno de desánimo y de desaliento, es la raíz más común desde la cual se genera un cese provisional del habla, y se impone un silencio en la boca del hombre que no tiene nada qué decir, puesto que todo lo que diga será fútil, vano, menos que polvo, según su disminuido criterio. Se pierde el sentimiento imperioso de la conversación, se comienza a vivir en un radical ensimismamiento, como un monasterio en el propio cuerpo. En una circunstancia más profunda, este hombre taciturno a menudo deberá cesar el discurso por completo, pues siguiendo a Schopenhauer, toda voluntad de afirmación de la vida ha sido refrenada e imposibilitada por una u otra circunstancia y sobreviene su reverso, la negación de la voluntad de vivir: es así como llega el golpe alógico e implacable y adormecedor de la melancolía, del mítico humor negro condición de posibilidad de uno de los más comunes escenarios ejemplificatorios de manifestación del silencio de disminución del ser.

Esta manifestación del impacto afectivo va menguando lentamente las fuerzas volitivas del individuo en cuestión, hasta hacerlas desaparecer casi por completo. Ya sea debido a la experiencia de cuestiones relacionadas con la decepción, el fracaso o la pérdida irrestituible de algo o de alguien a quien amamos; o peor aún, a un más deplorable estado de ánimo continuo (en el que ya ni siquiera se puede señalar con exactitud cuál es la causa aparente del exceso de tristeza que le acontece), el silencio fluye y se manifiesta, como una cruda muralla o una macabra bóveda que sumerge en la obscuridad. El sabor amargo del Spleen baudelaireano impacta nuestras papilar gustativas, desarmándonos por completo, dejándonos sumidos en la más penosa de las inefabilidades.

Tal posición pesimista acerca de la naturaleza y del destino humano asumida por el taciturno, en la que al parecer toda posible salida o redención quedan cercenadas de tajo, tiene evidentes consecuencias sobre la capacidad de locución del hombre. Es así como un silencio desbordado por la afección contrariada y formado por la frustración cae en la desesperanza y el desasosiego extremas, y este carácter taciturno del hombre, llamado también melancólico, termina por abatir el hombre hasta dejarlo emocionalmente extenuado, sin ganas de emitir palabra alguna. Hasta este extremo se llega desde la melancolía, misma en la que acontece una especie de parálisis de la mente, y por ende, del discurso mismo.

La forma más radical de melancolía es representada, según nos parece, por el sentimiento trágico del fallecimiento del prójimo: representa el silencio final del ser querido que no regresará jamás, allí en donde el telón cae por última vez en el teatro de la finitud humana, en donde nos abrimos hacia la vulnerabilidad de lo irremediable que nos rodea en todo momento de maneras impensables e inesperadas, en donde toda discusión y todo tipo argumentaciones sobran, y en donde no hay mucho más qué decir, más que aceptar, solemnemente, callados, nuestro inminente destino. No hay fenómeno más representativo de la inefabilidad absoluta que el de la muerte, o acaso el de la percatación de nuestra propia mortalidad.


El miedo

La expresión ‘pasmado de miedo’ no es gratuita en absoluto, por muy vulgar que nos suene. Algo pasmado alude a algo carente de movimiento, a un ser inerte que, no pudiendo articular ningún tipo de actividad, por ende, tampoco le es posible externar palabra alguna. Cuando se le teme demasiado a algo, y más aún cuando ese ‘algo’ nos aborda de frente o nos asalta de manera imprevista, no es posible hilar concepto ni emitir vocablo alguno, y nos quedamos, en efecto, pasmados. Su forma más extrema es el terror: un dispositivo o mecanismo corporal ante lo desconocido, lo terrible, lo grotesco, el peligro extremo, etc., en el que nuestras capacidades de ordenamiento conceptual y taxonomía dicotómica son disueltos, y en el que nuestras acciones expresivas quedan completamente paralizadas, congeladas, desarticuladas.

Ante una noticia, imagen o suceso que rechacemos y huyamos de manera automática o inconsciente, o ante un fenómeno que nos provoque una repulsión que sobrepase nuestra capacidad de soportarlo o asimilarlo, uno enmudece: no puede pensar coherentemente, sólo se siente un despliegue de emociones intensificadas y en gran mediad desagradables, inhibidoras del mecanismo del habla y del pensamiento racional. Uno queda estupefacto, impávido y sin poder comunicar nada dentro de un lapso de tiempo indeterminado.

La característica principal que se esconde tras bambalinas respecto al funcionamiento de este tipo de silencio dialéctico, es, en definitiva como ya dijimos, su naturaleza de lo improvisto, de lo súbito y lo inesperado. El factor sorpresa es lo que le da esa sensación de lo abrupto, y la rapidez en que se presenta el fenómeno en la inmediatez, repercute simétricamente en el impacto que éste mismo tendrá sobre el receptor; de la misma manera, de la capacidad de éste para reaccionar a este tipo de estímulos dependerá la duración de la incapacidad de la articulación del habla (o enmudecimiento) antes de reorganizar sus ideas (de restablecer su esquema lingüístico-racional) y sea capaz de transmitir, hablar, algo referente a lo ocurrido, a lo sufrido.

Usando quizás el anglicismo shock, (impacto, descarga energética violenta) ya muy inserto en el uso común de nuestra lengua, es posible que se aclare mejor el efecto producido que desemboca en el silencio impactante y abrupto del miedo en nosotros. Este shock emocional (“golpe alógico” o afectivo) desarticula las capacidades del habla en el individuo, manifestándose fuera de control respecto al funcionamiento regular de sus facultades lógicas y de estructuración del discurso. Esta “parálisis de la lengua” (en todos los sentidos), respuesta al parecer orgánica o de acto reflejo frente a reacciones fruto de lo inesperado negativo (teorizada por algunas fisiologías y psicologías como un mecanismo automático de protección al dolor, e incluso como un mecanismo arcaico de supervivencia grabado en nuestra información genética, y por ende, corporal), es antecedente pragmático directo de la salvaguarda de nuestra integridad. Nuestros temores más profundos, casi como regla general, siempre permanecen en la obscuridad de lo no-revelado, de lo no-dicho, por muchos esfuerzos que haya hecho y que sigan haciendo el psicoanálisis y las terapias regresionistas entre otros métodos exploratorios de este tipo. Esa cara sombría de lo que nos asusta, de lo que nos sobresalta, de lo que nos confronta en grado sumo durante toda nuestra vida, tan enterrada y tan silente que apenas notamos la efectividad de su existencia.


El silencio de aumento del ser o de asimilación de circunstancias positivas

Desde el Eros platónico del Banquete hasta el cupiditas spinoziano de su Ética, desde el Amor empedocleano opuesto a la Discordia hasta la pulsión erótica freudiana opuesta a la tanatológica, todas estas clasificaciones ontológicas tienen un rasgo en común que nos vincula como especie, y nos une en el impulso fundamental que nos caracteriza: la propensión a la actividad en el mundo, al desenvolvimiento pleno de nuestras capacidades vitales y creativas, y si se quiere, reproductivas. Es un decir sí al ser y a las circunstancias, proveniente de lo más hondo de nuestra voluntad, de nuestro poder, de nuestras energías (Schopenhauer, Nietzsche, Bergson): un deseo de vida, un despliegue ascendente de generación de nosotros mismos en algo más, en algo superior, ya exterior, ya interior, que genere ese asentimiento, ese positive zest for life. Pero es precisamente cuando esta pulsión ha llegado a su límite, es decir, cuando las energías afectivas rebasan nuestra herramienta lingüística-racional de operación intersubjetiva y política, que sobreviene el silencio: un silencio de plenitud, de perfeccionamiento, una intuición de estar llevando acabo lo que somos de manera correcta o adecuada, lo que debiéramos ser o quisiéramos sentir, permanecer en ese estado o estar experimentando de continuo alguna realidad.

En realidad, desde mi perspectiva, al igual que el silencio pasado, se trata del mismo sentimiento primario pero en sentido contrario, “de aceptación de la vida” o de “asentimientos circunstanciales de la existencia”. Sin embargo, y debido a la intrincada y nebulosa mezcla que existe dentro del ser humano y al amplio abanico de posibilidades que ofrece nuestro mundo interno, se transforman y mutan en diversas representaciones de esa misma pulsión en otras con sus matices particulares. Con temor a cometer el pecado del reduccionismo (pero tenido en cuenta que las herramientas que empleo para expresar resultan por lo general, salvo algunas afortunadas excepciones, limitadas y torpes, es decir, lingüísticas), además de la conciencia de la naturaleza del lenguaje en estos terrenos es ante todo simbólico, por comodidad taxonómica he separado estas pulsiones del silencio de nuevo en tres siguientes determinaciones: la libido, el júbilo y la maravilla.


La libido

Cuando miramos de pronto con detenimiento a alguien que despierta en nosotros la inconfundible afección de la libido, súbitamente abandonamos cualquier conversación, dejamos de leer o de escribir, y nuestros ojos se desvían hacia nuestro objeto del deseo durante unos instantes y casi por completo, como poseídos, sacados de nosotros mismos, hasta que el efecto pasa, o hasta que nuestro objeto se retira del lugar, físicamente. Y no sólo cesamos de hablar, de leer y de escribir: pareciera que dejáramos de pensar durante un cierto intervalo de tiempo, embebidos todos en la experiencia ambivalente de sentirse llamado a tener relaciones sexuales con ese individuo, seducido por los caracteres sexuales de la persona que nos ha logrado cautivar, disparándose una serie de sensaciones corporales en diversas áreas de nuestra anatomía, llegando incluso a provocar erecciones en el caso del hombre, o leve humedecimiento de la vagina, en el caso de la mujer. Entre mayor sea la cercanía del cuerpo que nos atrae, mayor es el descontrol y mayor el hueco dentro de nuestras cabezas y el alboroto en nuestros estómagos. Olvidamos por completo la mayoría de los detalles que forman parte de la construcción de nuestro panorama cotidiano y pasamos a ser parte de una oleada brusca de necesidad, acompañada de un aumento de temperatura notable, y de otros efectos secundarios que un sexólogo podría sin duda describir de manera más favorable. El mundo entero se calla, y todo lo que ocupa nuestro espectro imaginativo es una sola y omniabarcante imagen: la fornicación.

El sobrecogimiento resultado de la experiencia directa de la imagen corporal que deseamos ávidamente, el influjo de la libido en nosotros, emerge como un freno muy particular del curso normal de nuestros pensamientos y de nuestra conversación, un poderoso dique intelectual como pocos existen. Si semejante pulsión incrementa y se vuelve más intensa, la obnubilación ejercida por ésta sobrepasa nuestra capacidad de control sobre nosotros mismos, acallando toda la gama de actividades mentales que podríamos, de no estar sujetos a semejante efecto, mantener de manera constante e incluso simultánea: es una de las afecciones más celosas de lo que posee, ya que de ninguna manera permite la coexistencia de otros estados anímicos ni mucho menos de otros pensamientos, apoderándose del sujeto por completo. El poder de la libido y el influjo que pueda ejercer en nosotros depende, sobre todo, de nuestro temperamento y de nuestra naturaleza predispuesta, gradualmente, hacia la voluptuosidad, aunque casi cualquier persona normal es conducida sutilmente "por la fuerza" hacia los derrotero de este irrefrenable deseo de carnalidad, cuasi animal: un ninfómano es un buen ejemplo de una persona poseída muy a menudo por ese silencio de naturaleza afectiva concerniente a la libido, de manera abrupta y prácticamente incontrolable, una verdadera pesadilla para la instauración de una vida funcional y productiva, como todos los excesos afectivos.

La complejidad de esta afección al entrelazarse a menudo con otros estados mentales cuando la fiebre no es muy intensa, puede degenerar en silencios de disminución de ser, aunque casi siempre se encuentre emparentada con el fenómeno de la vida y no con el de la muerte, pues probablemente sea imposible encontrar una afección que se encuentre más ligada que ésta con el aumento de ser spinoziano, ya que, su gatillo inconsciente no resultar ser sino la persecución del coito, el acto de procreación por excelencia, es decir, de la reproducción y la perpetuación de la especie. El ser humano (y al parecer algunos otros mamíferos) tiene la peculiaridad de poder mantener este instinto básico de reproducción al margen de su propósito principal e intercambiarlo por la búsqueda constante del placer corporal, búsqueda relacionada con el ejercicio del erotismo, sentimiento que Octavio Paz curiosamente vincula con la muerte, por no tan obvias razones. Sea como sea, el silencio mental y conceptual (y por ende, en muchas ocasiones, del habla misma) relacionado con la libido siempre se encontrará íntimamente relacionado con la potenciación de nuestras energías y con la búsqueda de mayor vitalidad en los demás seres, una búsqueda prácticamente ciega pero vívidamente disfrutable cuando el objetivo se cumple, de un tipo de deleite cuyo culmen descansa en la figura del orgasmo: el silencio de la mente por excelencia dentro de estos territorios libidinales.

Una forma idealizada –y, podríamos decir hasta cierto punto depurada– de semejante pulsión, la encontramos dentro del concepto de enamoramiento, siendo éste mucho más un sentimiento que una afección, por su duración y su hondura. De ser correcto lo anterior, estaríamos en el fondo hablando con otro nombre de un modo alterno de aquel silencio que hubimos bien de llamar silencio cómodo o de acoplamiento con la otredad, pero bajo un aspecto más inmediato o más originario, radical y fulgurante, mucho más ‘agresivo’, aunque claramente emparentado con éste, tal vez en su aspecto embrionario, o posiblemente como aquella fuerza que impele en todo momento a buscar todo tipo de relaciones amorosas. Durante semejante embelesamiento tan propio de la infatuación amorosa, se dejan de lado asuntos que antes cobraban la mayor de las importancias, y a uno, abrumado por la presencia y la persistencia de la figura del amado en nuestra memoria, no le es posible articular con éxito razonamientos lógicos que bajo un estado normal de conciencia serían perfectamente naturales (pero ese desarrollo pertenece a otro tema que no nos ocupa aquí, pues el amor, siendo un sentimiento y no una afección, no puede ser encasillado sólo como un simple golpe alógico, sino debe ser visto como algo mucho más rico, intrincado, y por ende, más difícil de identificar, de clasificar). Es bastante claro también según creemos que la naturaleza de este tipo de silencio libidinal se mantiene únicamente dentro del campo sexual, y no puede extenderse hacia el amistoso, el filial, etc., es decir, en donde aún es posible establecer un cierto juicio de comparación y de evaluación emocional, por ejemplo. Siendo más inmediato y de algún modo más mecánico, el silencio impuesto por la libido es mayor, pero en la misma medida, lo es también la propia irracionalidad.


El júbilo

El orgasmo, la catarsis artística, la experimentación con cierto tipo de sustancias psicotrópicas, la incursión en rituales colectivos o de iniciación espiritual, o cualquier manifestación que sea capaz de transformar los procesos cognoscitivos del ser humano y alterar la percepción de las cosas durante un lapso indeterminado de tiempo, conduciéndolo de manera ascendente y progresiva hacia su propio clímax, en la que pierda los parámetros de ordenación del mundo que le rodea, puede considerarse extática. El éxtasis, huelga decirlo, significa en último término un “salir de sí”, esto es, un rompimiento momentáneo de la linealidad de lo establecido y de sus restricciones cotidianas. El sobrecogimiento ante la excelsitud de ciertos fenómenos emocionales irrumpe en nosotros de manera insospechada, esta vez con un cariz positivo, de alegría, de júbilo, de una gratitud indescriptible. En el descubrimiento y la degustación de lo valioso que hay en el mundo para nosotros desde un aspecto subjetivo, es en donde radica la quintaesencia de este tipo de silencio alegre o de júbilo.

Semejante crescendo progresivo de la emocionalidad hacia una cumbre positiva o de aumento de ser, produce, en contraposición con la melancolía, un despliegue de emociones cuya mejor determinación podría subsumirse, siempre imperfectamente y de manera sesgada, bajo el vocablo de plenitud, de dicha o de bienaventuranza. Es un momento muy particular del individuo, tanto que casi pierde su sello característico, esto es, su principio de individuación, sumido de lleno en esta atmósfera avasallante de alegría y de contento que puede desembocar muy fácilmente en las lágrimas, gritos o carcajadas, o ser simplemente asumida con más discreta y moderada actitud, esbozando una simple sonrisa, pero sin ningún incentivo ni motivo externo suficiente que le produzca desbocar esa carga afectiva en forma de conceptos, de palabras, de significados bien delimitados y organizados, inteligibles.

Entre otras cosas, la característica principal de este silencio proveniente de tan luminosa experiencia, es precisamente su estatus de saciedad sobre sí mismo, y luego, de deslindamiento provisional del mundo externo. Por ende, su consecuencia lingüística no podría ser otra que un cese en el flujo continuo del discurso expresado, e incluso en algunos casos, también de pensado. El triunfo sobre circunstancias adversas resulta a menudo uno de los gatillos más usuales dentro de este tipo de silencio jubiloso. El júbilo a menudo viene acompañado después de un arduo y largo proceso de depuración, de esfuerzo personal constante, activándose y disparándose de manera poderosa durante ciertos momentos, en los que sentimos, con el afán de tratar de describirlo de manera aproximada, agradecemos el hecho de estar con vida. Es esa clase de inefabilidad que se relaciona, sobre todo, con cierto tipo de autorrealización.

Esos escasos instantes de anhelada completud y de tesitura grandilocuente, altamente estimable, son los que de alguna manera van reconfigurando nuestras expectativas en el ámbito de la línea positiva de nuestras experiencias, lo que nos determina a buscar algo de manera recurrente, a perseguir algún tipo de ideal, de añoranza, al abordamiento de algún proyecto, etc. Los hay de tipos más suaves, como la ternura y la contemplación de la belleza, o más violentos, como la danza extática o la risa desatada. De cualquier manera, este tipo de silencio de aumento de ser se encuentra igualmente emparentado con el silencio libidinal que con el silencio "thaumático" (el cual revisaremos en seguida): se encuentra a caballo entre los dos, pudiendo participar de algunos de sus fenómenos más particulares por igual, aunque, su característica principal, reitero, reside en la experiencia de un continuo e intempestivo sentimiento de plenitud.


La maravilla

Dentro de su libro La Filosofía desde el punto de vista de la existencia, Karl Jaspers sostiene que tanto Platón como Aristóteles postularon el asombro como el origen de la filosofía. Este asombro (thauma), concepto todavía muy indeterminado, puede ser interpretado de varias maneras, y desde mi punto de vista, no corresponde a un solo pathos o afección en particular, sino a varios tipos o diferentes variaciones de ellas, que corren desde la admiración hasta el completo extrañamiento, pasando por un mero sobresalto o por la infatuación frente a la sublimidad de un sujeto o de un objeto, teniendo todas en común un cese momentáneo de nuestros capacidades discursivo-racionales normales frente a un incremento sobrecogedor de algún sentimiento o sensación, a su vez resultado del enfrentamiento con alguna imagen o suceso experiencial que nos afecte de sobremanera y nos parezca fuera de lo común por completo, que rompa con nuestra cotidiana forma de ver las cosas, de nuestro mero transcurrir, o que traiga a cuenta eventos psíquicos albergados en la memoria que hayan tenido el mismo impacto en el pasado, con la misma alienación insuperable. No obstante, hay un tipo de inefabilidad que se hace presente de manera frecuente en algunos espíritus, que sólo puede ser descrito como un ‘maravillarse ante la existencia’, un redescubrimiento del fascinante hecho de que ‘haya algo, y no nada’.

Regresando a nuestro punto de partida, se entiende según la breve explicación de Jaspers, que los dos filósofos griegos anteriormente mencionados se referían a un asombro relacionado con un puro “admirar y contemplar al Cosmos”, a las manifestaciones diversas de la naturaleza de las que no podemos obtener respuestas inmediatas y que producen extrañeza, o de las que por su simple impresión sensorial producen en nosotros una suerte de conmoción inmediata cuyo rasgo más característico es la perplejidad. Este asombro encaja perfectamente, en una de sus facetas, dentro del llamado placer estético o artístico, según nuestro punto de vista. En cualquier manera, esta suspensión del juicio racional-analítico concreta se hace presente en las dos, dejando como resultado una vez más la imposibilidad del habla alguna frente al fenómeno en ese momento particular.

Son lugar común dentro del habla, o por lo menos desde nuestra experiencia, expresiones como: “enmudecí al verlo”, “quedé muda frente a ello”, “no tengo palabras para expresarlo” o “se me fueron las palabras en ese momento”. Pese a la mayor parte de las ocasiones este tipo de frases no son asumidas más que como “muletillas” del lenguaje, como expresiones llanas y nulas en valor filosófico, resulta oportuno tomarlas en cuenta como señalamientos claros de este estar maravillado ante las cosas, ante el inconmensurable espectáculo del universo y de sus caleidoscópicas formas, desde un punto de vista casi contemplativo, lejano de las banalidades y de las tribulaciones comunes y corrientes que vulgarizan nuestra experiencia del mundo, y que no nos permiten muy a menudo penetrar en la hondura de este tipo de acontecimientos afectivos. De allí que esta clase de ‘maravillarse’ se encuentre íntimamente relacionado con la experiencia de la obra de arte: un momento excepcional.

Cuando la capacidad del habla e incluso el lenguaje mismo se suspenden momentáneamente debido a este también llamado aquí silencio thaumático (del griego thauma, en una primera acepción aliento o principio de vida; en una segunda, que es la que nos interesa, admiración o sobresalto frente a lo desconocido, frente a lo sorprendente, desconcertante, maravilloso), corresponde directamente, desde mi punto de vista, con un desacoplamiento del esquema lingüístico-racional normal frente a alguna manifestación sensible o inteligible, pero siempre externa o inmediata con el mundo, dado lo cual surgen en apariencia problemas entre la relación del sujeto con lo otro: no dando pie a la comprensión, se sobrepasan los límites del esquema mental, provocando el enmudecimiento momentáneo, la imposibilidad de articular palabra o pensamiento coherente alguno; es decir, se produce un silencio, ya sea intelectual (suspensión del juicio), ya sea puramente expresivo (ausencia del habla) como consecuencia del primero.


Conclusión

Al realizar una distinción entre silencios de naturaleza intelectual y silencios de naturaleza emocional, no resulta implicada la idea de que el sentimiento y el pensamiento son dos realidades totalmente desligadas y opuestas: ciertamente cuesta trabajo tratar de definir en dónde es que comienzan las barreas de la primera y en dónde terminan las de la segunda; o en el más modesto de los casos, de saber efectivamente si ambas potencialidades básicas pertenecen y provienen en realidad de la misma capacidad ontológica humana, y únicamente la distinción es puramente subjetiva, de apreciación perimetral. He de hacer a un lado necesariamente tal polémica, confiando en que, como hace mención David Hume casi al comienzo de su Tratado de la naturaleza humana, cada uno podrá percibir fácilmente la diferencia entre sentir y pensar.

En relación con los silencios de desbordamiento emocional, y en conclusión respecto a ellos, por lo general en los casos en que la emotividad traspasa los límites impuestos por la propia racionalización, adviene el “acallamiento” abrupto de la individualidad operante, o el cese del flujo normal del pensamiento-lenguaje discursivo: una forma de silencio emergente, detonante, no impuesto voluntariamente, sino más bien, involuntariamente, y si se quiere, de manera cuasi-inconsciente, como un acto reflejo.

Pero no debemos de perder de vista nuestro objetivo principal: en resumidas cuentas, toda esta gama de silencios que hemos repasado, de la naturaleza que sea, pueden y deben ser encasillados dentro del primero y principal que fue señalado muy tempranamente, al comienzo de este capítulo: el silencio dialéctico o de regeneración lingüística. ¿Por qué esto debe ser así? Muy sencillo: por el necesario desenvolvimiento discursivo posterior, no importando que tan indescriptible o que tan honda haya sido la experiencia para la mayoría de la población, siempre se regresa al habla o a la escritura, esto es, a la expresión posterior, o al menos en los casos estándar: excepción a la regla son las personas que padecen de afasia a raíz de un problema de naturaleza afectiva desbordante, o que han perdido la razón a merced de alguno de estos abruptos acontecimientos. Todos los antes mencionados y clasificados de manera provisional son silencios súbitos, impuestos o progresivos, que a fin de cuentas habrán de desembocar en un intento (casi siempre fallido) de descripción de la experiencia, cada uno para fines diversos según el individuo.

Ya sea a manera de crónica, de poesía, de narrativa, de tratado, o con el simple retornar al decurso diario del discurso cotidiano, en el ámbito más llano y más pragmático, aflora de nuevo la palabra abrevada del silencio predecesor, dando continuidad y seguimiento incesante al discurso individual del particular, al despliegue del lenguaje y del pensamiento al que, como hombres y en tanto ‘animales políticos’, estamos acostumbrados y desarrollaremos hasta el fin de nuestras contingentes existencias singulares. Pero el lenguaje en sí mismo, El Lenguaje (así como la Historia Universal se diferencia de la historia individual del particular, cualquiera que éste sea) como fenómeno cultural y social parece nunca terminar: desde esta óptica resulta coherente etiquetarla como aquel protofenómeno del que hablábamos más atrás, sin comienzo ni final bien delimitados. Siempre habrá de salir de sí mismo, manifestarse para sí y para otros, y habrá de regresar hacia su mismo origen, una y otra vez, en macro-escala o micro-escala; es decir, desde el espíritu de una cultura o civilización cristalizado más comúnmente en su lengua, o desde un sujeto parlante y expresivo, uno como cualquiera de nosotros. Es tal la naturaleza dialéctica del lenguaje-silencio en apariencia, quizás siguiendo los patrones del universo y del tiempo mismo, no en sus sentidos lineales, sino circulares, o más bien, a manera de espiral (de caos organizado: 'fractalmente', diríamos con terminología moderna). Al final, la metáfora simbólico-religiosa del Trimurti hindú, como ya hicimos notar en el transcurso de este tema, aparece henchida de significación, de honda sabiduría para nosotros.