20100826

Silencio aporético o de inefabilidad filosófica. Epílogo



La extrañeza es siempre un nuevo punto de partida: la crítica lingüística de la filosofía, que parte de esa extrañeza, no pone fin a la filosofía, pero la devuelve a una de sus posturas, a aquella que H. Wein ha llamado la postura de la ‘conciencia aporética’: mostrar en la aporía lo inexpresable. Porque, nos dice H. Wein, “es en la posibilidad de la no-respuesta donde reside la inminente posibilidad filosófica del lenguaje.”

Pierre Hadot

“Sobre lo que no se puede hablar, mejor es permanecer callado”: de esta manera podría traducirse al español el recurrentemente citado último fragmento del Tractatus logico-philosophicus de Ludwig Wittgenstein, sin duda una de las obras filosóficas más influyentes del siglo pasado ¿En dónde radica realmente su originalidad, o más que ello, su importancia? A primera vista, la información que obtenemos de ella es bastante superficial y precaria, y no parece otra cosa que una mera obviedad, pues no nos brinda nada nuevo desde cierta perspectiva. No obstante, al interior de este aparentemente superfluo enunciado, y tomando en cuenta la temática desarrollada a lo largo de la totalidad del libro, nos parece que se resume en él de manera pocas veces vista el resultado todo un proceso sistemático de pensamiento, una asombrosa condensación conceptual producto de una rigurosa depuración del intelecto, elaborada y trazada de forma magistral por una persona que, comprometida profundamente con la indagación filosófica y con la búsqueda de las verdades más esenciales de nuestra existencia, de pronto, como cuando una nave choca contra un iceberg de manera inesperada, ha llegado a un cierto límite de sus capacidades intelectuales, espirituales. No resulta gratuito que, después de un análisis lógico del lenguaje tan exhaustivo y tan puntual como el realizado dentro del trabajo anteriormente citado, aparezca semejante sentencia como un frío golpe al discernimiento, llegando de súbito como un relámpago que cae frente a nosotros y que nos impide el paso hacia caminos vedados por el fuego de la advertencia.

Este dictum, cabe recordar con suma importancia, se encuentra precedido por el igualmente célebre fragmento 6.54, aquél en el que se señala que todas las proposiciones del Tractatus mismo, después de haber cumplido su propósito aclaratorio, no son sino enunciados carentes de sentido (unsinnin), e igualmente famoso por ser el recipiente de la también multi-citada ‘metáfora de la escalera’, la cual debe ser tirada después de haber subido por ella. Esta supuesta contradicción última, la cual indudablemente resuena de manera desconcertante y en apariencia contrafáctica, no puede evitar recordarnos al legendario mondo, aquel ejercicio intelectual perteneciente a la tradición del budismo zen japonés mediante el cual era posible alcanzar el estado de iluminación (satori) a través de los paradójicos y aparentemente irracionales koans, enigmáticos acertijos u oraciones que carecían, para una lógica dualista al menos, de sentido alguno. Como ejemplo de esto podemos mencionar a la parábola contenida en el Majhima Nikaya, en la que un hombre que ha construido una balsa con materiales diversos con el fin de cruzar un peligroso río, después de haberla usado, se percata de la inutilidad posterior del objeto para continuar con su viaje, estableciéndose así la analogía con las enseñanzas (dharma) recibidas por los monjes budistas, mismas que después de ser comprendidas, es menester superar, desapegarse de ellas, dejarlas de lado. Si se analiza adecuadamente, según creo, la consecuencia afásica resulta bastante coherente con el desarrollo teórico del Tractatus mismo, y no obstante su primigenia obscuridad para el neófito entendimiento que se aventure a querer penetrarla, una vez asimilada y correctamente desentrañada, el sentido verdadero de la oración, así como del texto entero, nos aparece ahora bajo una claridad inusitada, y se desenvuelve mediante una diáfana posición ética ante la metafísica, la cual aquí he denominado silencio metafórico o inefabilidad filosófica.

Sustancialmente diferenciada de los anteriores silencios que hemos estudiado, su principal característica reside en su utilidad práctica al interior del discurso filosófico: hay, según nuestras premisas, límites racionales/lingüísticos que no es posible transgredir sin perder al mismo tiempo “la visión correcta del mundo” (Wittgenstein), misma que es intuitiva y no discursiva, derroteros que por norma el discurso metafísico ha tratado siempre de traspasar sin demasiado éxito, al menos desde cierta óptica de lo humanamente posible, ya que nadie podría negar que somos seres contingentes y falibles que hemos permanecido durante siglos en la constante persecución de la penetración intelectual de lo absoluto, de lo eterno, de lo perfecto, del fin y del origen de todo lo que existe, o sea, haciendo metafísica. Allí entra la misión de una clase de modestia intelectual encarnada en el filósofo prudente como 'árbitro del entendimiento'; es justo en esos casos decisivos de transgresión y desmesura especulativa en donde debe de tener cabida una especie de “tribunal de la razón” (Kant). Aunque, no siempre, y de hecho casi nunca, se empieza de manera cortés y condescendiente: muy a menudo, este tipo de filósofos 'prudentes' terminan acometiendo ferozmente contra todos sus presupuestos argumentativos que hubieran de establecer antes, para, una vez dejado su propio edificio teórico en ruinas, rescatar lo poco que ha quedado en pie y asumirlo e incorporarlo como lo que ellos creen verdaderamente valioso para la vida del hombre y sus múltiples interelaciones con lo demás y los demás, consumándose así el salto de la filosofía especulativa a la filosofía práctica.

La forma del filósofo silencioso como amante de la sabiduría es paradigmática y suena a primeras como una especie de contrasentido si se le contrapone a la idea de la filosofía como un logos theoretikón (encarnada en la figura del filósofo-político que discute, argumenta, encara a sus adversarios, y que se construye a sí mismo mediante el intercambio dialógico con las ideas de los otros), en el que es el discurso filosófico el que dictamina el sendero de lo verdadero y de lo trascendente en relación con el pensamiento y la acción del individuo, y no su supresión. La sola implicación del mutismo frente a la ardua búsqueda de una especie de episteme platónica, sólo accesible mediante el método dialéctico, por ejemplo, parece contravenir incluso a la filosofía misma, desde cierto punto de vista. Desde otra óptica muy distinta, ad hoc con nuestro trabajo, resulta todo lo contrario, y esta aparente contradicción entre silencio y palabra, aparece como la resultante de un mero equívoco derivado de una estrechez de perspectiva, ya que, en realidad, estás dos visiones no son opuestas, sino complementarias. La conciencia prudencial que descansa en la posibilidad limitada de la enunciación de lo verdadero resulta convertirse incluso en un gesto de respeto y de verdadero compromiso respecto del trabajo filosófico: se transforma en casi una virtud, una moderatio de la razón misma. Claro está, este 'abandono' del discurso filosófico no es de ninguna manera gratuito ni caprichoso, sino por el contrario, resulta el final de un arduo proceso de ascesis intelectual, pareciendo casi una consecuencia natural de todas sus abundantes disertaciones que de súbito se topan de frente con los territorios de la auto-contradicción y la paradoja, pues por lo general, este tipo de filósofo necesita forzosamente haber filosofado exhaustivamente antes de dejar de filosofar.

Resultaría pretencioso, ingenuo y hasta descabellado tratar de emprender un recorrido histórico puntual y meticuloso por la totalidad de los autores, tendencias y tradiciones filosóficas que se han encontrado con la inefabilidad filosófica al interior de sus fórmulas y disertaciones de manera directa, y aún más, de manera indirecta en la historia de la filosofía occidental. Tal tarea, además de titánica, resultaría inadecuada para la brevedad de un material de este tipo, y muy posiblemente nos llevaría más de una vida llegar a un posible agotamiento de nuestras fuentes, tratando de analizar y de problematizar por lo menos desde las figuras más paradigmáticas del pensamiento presocrático griego hasta las generadas durante el pasado siglo XX tan sólo en Europa, por colocar algún paréntesis artificial en medio del infinito decurso del tiempo, misma que además no seríamos capaces de cumplir actualmente tomando en cuenta las limitaciones de nuestra erudición y de nuestro caudal de conocimiento vigentes.

Sin embargo, un poco en desavenencia con lo recién esbozado, nos parece que sí es posible señalar un caso histórico en la filosofía que representa, al menos para mí, la inauguración definitiva del establecimiento conceptual del tipo de silencio que proponemos aquí, pudiéndola situar de manera claramente identificable a partir del desarrollo de la escuela filosófica del escepticismo en la Grecia helenística, misma en la que ya aparece a todas luces como un término instrumental que se relaciona directamente con nuestra inefabilidad filosófica: la 'suspensión de juicio' o epojé, pero, mucho más precisamente, nuestro equivalente terminológico más cercano, el de 'no-pronunciamiento' o aphasía: un prudente 'guardar silencio' frente a lo que no se sabe, lo que no se conoce, lo que nos rebasa por completo.

Esta tendencia filosófica a la aphasía (o abstención discursiva) en estados no desarrollados o potenciales del término, es rastreable incluso desde los albores del pensamiento filosófico griego mismo: el pesimismo epistemológico de Xenófanes que señala la imposibilidad de conocer el Cosmos en su profundidad, la escuela eleata con Zenón y sus paradojas cuyo objetivo a veces pareciera resquebrajar el sentido común, la ética práctica de Demócrito y sus discretas reservas hacia la enunciación de la verdad, e incluso ya más recientes a la época de los escépticos, de sofistas como Gorgias y Protágoras, maestros a la hora de desentrañar los alcances racionales/lingüísticos humanos en territorios epistemológicos mediante métodos mucho más drásticos de persuasión y de destreza argumentativa. Los anteriores ejemplos, dejo bien claro aquí, no representarían sino una especie de ‘apóstoles’ de la inefabilidad filosófica, ya que llegan a esta idea de manera implícita, y no explícita, a través de sus curiosas y muy diversas reflexiones. Tendremos que esperar definitivamente, de manera más fuerte y directa, hasta la figura viva de Sócrates, cuyo retrato más sublime de este carácter afásico, legado desde el pasado, se localiza de manera indudable en su discípulo Platón, particularmente a través de algunos de sus llamados ‘diálogos aporéticos’, advirtiendo ya de modo casi acuñado una idea de silencio aporético acechando el territorio de sus disertaciones.

El carácter escéptico de Platón en sus diálogos aporéticos, en los que al parecer se busca conducir al lector hasta ciertos límites reflexivos respecto de la naturaleza o condición última de alguna idea o concepto en particular, con el fin de reconocer posteriormente de manera humilde su propia ignorancia sobre el asunto, ha sido resaltado a menudo por la tradición y la doxografía no sin alguna razón, sobre todo bajo un análisis meticuloso de su método mayéutico. La característica principal de este tipo de diálogos, nos parece que radica sobre todo en no ofrecer ningún estatuto concluyente sobre el tema, otorgándonos así una pauta para creer con bastante probabilidad que hayan sido deliberadamente dejados 'en silencio'. En efecto, según un punto de vista particular, la propia docta ignorancia socrática debe de ser considerada como algún grado de inefabilidad filosófica, en la que el tono irónico y deconstructivo respecto de las creencias y de los juicios particulares sobre ciertas ideas filosóficas fundamentales no deja de jugar un papel decisivo para esta suspensión del juicio, metódica y emergente, desde el individuo mismo. La aporía en Platón aparecería así como el límite y a su vez, el generador de todo discurso filosófico. No es ningún secreto que la filosofía post-socrática, sobre todo ya bien entrada la etapa helenística, es considerada y valorada por su carácter preponderantemente ético: veamos el caso de los cínicos, de los cirenaicos, de los epicúreos, y hasta de ciertos estoicos. La filosofía vista como forma de vida (ethos) y como un posible camino de redención otorgado mediante el auto-conocimiento (gnothi seautón), una vez puesta en operación la rueca de los tejidos históricos por el ateniense condenado a la cicuta, habría de desencadenar en una de sus más coherentes consecuencias prácticas: Pirrón de Elis, el presunto fundador del escepticismo.

En otro texto he tratado in extenso el tema de la relación existente entre el escepticismo griego antiguo y el silencio aporético o inefabilidad filosófica, razón por la cual no haría falta repetirnos aquí. Lo único que diré al respecto a muy grandes rasgos, con afán de direccionar lo que veníamos esbozando, es que, según el pirrónico, dado que la filosofía en general trata sobre realidades obscuras e indiscernibles (ádela, aoristía), y debido a su falta de criterios unívocos, sobre todo al considerar a los postulados metafísicos como suceptibles de evaluarse como igualmente verdaderos que falsos (antilogía isostheneia), resulta igualmente posible establecer un juicio a favor que en contra de la existencia fáctica de estos mismos, de su valor, de su efectividad, de su veracidad, etc. Siendo así, lo mismo daría afirmarlos que negarlos, anulando la posibilidad de obtener un conocimiento certero y universal de cualquier aseveración doctrinal en el campo de la especulación filosófica, y por ende, asumiendo que lo más sensato que podemos hacer respecto de aquello que no conocemos ni que sabemos con plena seguridad, es guardando silencio, por temor al error (o más que temor, por mero respeto a lo verdadero aún desconocido). Este tipo de inefabilidad filosófica encarnado en el pensamiento escéptico griego, pese a su antigüedad, me resulta, repito, uno de los paradigmas más sólidos en lo que a este tópico se refiere, ejemplificando de manera rigurosa y precisa qué es lo que queremos decir cuando hablamos de ‘silencio aporético’.

Durante la llamada Edad Media, esta modalidad de lo inefable se disolvió a menudo en medio del discurso teológico y de las disputas internas entre corrientes escolásticas, cuya evidente carga religiosa restó campo de acción a la filosofía en cuanto investigación de lo real disidente del dogma, incluso a pesar del estudio exacerbado (o en muchos casos, parodiado) de la filosofía aristotélica. Desde luego, no dudamos en absoluto que hayan existido, mezcladas con dogmatismo cristiano o de cualquier otro tipo de religiosidad, implicaciones de tipo instrumental respecto de la inefabilidad filosófica en relación con el carácter incognoscible e inaprensible de Dios, por ejemplo, en filósofos-teólogos representantes de la patrística medieval más temprana, pasando por un sinfín de herejías cristianas en plena ebullición intelectual y especulativa, y llegando hasta los protagonistas de la llamada filosofía escolástica, ya bien entrada la Baja Edad Media. Guillermo de Ockham aparece como una clara excepción de todo esto, aunque más bien debería de ser considerado ya como filósofo moderno, y no escolástico, tomando en cuenta algunos rasgos de su propuesta. Durante toda la ola humanista del Renacimiento europeo, y sobre todo debido al rescate de las fuentes griegas clásicas (s. XV, XVI, XVII), se vivió un clima creciente de prudencia discursiva, prolífico para el desarrollo del pensamiento escéptico, y por ende, para el cuestionamiento de los dogmas fundamentales, tendencia histórica que culminaría según algunos con René Descartes y su 'Discurso del método', punto de vista con el que coincidimos parcialmente. Desde Francis Bacon y Michel de Montaigne hasta personajes posteriores como Blaise Pascal y los enciclopedistas franceses de la Ilustración, se muestran claras afinidades con una propuesta más bien escéptica sobre los alcances de nuestro conocimiento y de nuestro lenguaje, emparentando sus disertaciones con algún tipo de silencio aporético en gran parte de sus trabajos.

En el discurso moderno, y a partir de un espíritu revolucionario emergente entre la gran mayoría de los pensadores de esa época, la figura del silencio aporético entra de manera matizada dentro de la concepción demostrativa de los pretendidos ‘límites naturales de la razón’, de la mano de corrientes como el empirismo inglés, el iluminismo francés y su homólogo alemán. No podemos olvidar a Locke y el propósito original de su Ensayo sobre el entendimiento humano: determinar y demarcar de manera precisa y correcta los derroteros de esta capacidad nuestra. El proyecto limitacionista iniciado por Locke alcanza en Inglaterra su mayor desarrollo mediante la ayuda de un sumo filósofo: David Hume. En Hume, pareciere que la idea de inefabilidad filosófica estuvo a punto de materializarse, ya que a nuestro juicio ha sido uno de los pensadores que más lejos ha llegado en los términos de señalar los alcances de nuestro pensamiento-lenguaje discursivo cuando se trata de penetrar dentro de la médula de la filosofía, de alcanzar de manera satisfactoria las cumbres de la metafísica.

La idea de la inefabilidad filosófica en Hume a menudo se pierde en medio de otras directrices como una pieza importante en su estudio, como sus más famosos ataques a la idea de causalidad y de uniformidad de la naturaleza, por ejemplo; sin embargo, las implicaciones afásicas sobre estos mismos problemas no pueden ser ignoradas, sino más bien deberían de ser miradas como una consecuencia ético-práctica directa de éstas. Si tenemos buen ojo en esto, podemos apreciar que su reflexión toda desemboca, si se ve desde el fondo del vaso, en refrenar la sed inmoderada del filósofo por buscar infructuosamente los primeros principios y las causas últimas de lo que acontece, si la metafísica es concebida como ciencia: algo muy parecido a lo planteado desde la plataforma de nuestro silencio aporético. La metafísica no puede ser ciencia para Hume, y hay que dejar una para retomar la otra de manera adecuada y pertinente, según sus cánones. La explicación de las causas últimas de nuestras acciones mentales (el origen de nuestros procesos perceptivos y cognoscitivos, por ejemplo), resulta imposible, según su resultado, y el mecanismo de creación de conceptos y teorías para justificar estos huecos epistemológicos debe suspenderse de inmediato, en pos de salvar nuestra integridad.

Quizás el mejor y más paradigmático ejemplo de silencio aporético o de inefabilidad filosófica dentro de la tradición tardío-moderna de la filosofía haya sido dado por Immanuel Kant mediante la postulación del ámbito nóumenico al interior de su Crítica de la razón pura, la cual resuena con ecos humeanos respecto de su posición escéptica frente a la metafísica, aunque en su Crítica de la razón práctica, siguiendo la crítica nietzscheana, haya terminado construyendo un aparataje metafísico del lado de la moral igual de grande del que se supone que echó abajo. Entre más nos acercamos a nuestros tiempos, a la filosofía contemporánea, más y más insuficiente ha resultado la metafísica como conocimiento asequible, haciéndose evidente la incapacidad del discurso filosófico para subsanar nuestras más grandes inquietudes, aquellas para las cuales no hay explicación ni puede llegar a haberla, abarcando al menos desde los comúnmente llamados 'maestros de la sospecha', hasta casi toda la filosofía del siglo XX denominada post-moderna: recordemos, entre muchos otros paradigmas de la modernidad tardía, a Schelling y el prius o “ser ciego” con su abismática y huidiza concepción del sujeto-naturaleza, a Schopenhauer y su frustrante imposibilidad kantiana de poder aprehender a la voluntad en sí misma a través de la representación intelectual, y hasta a Heidegger (en especial el llamado ‘segundo Heidegger’) que trastabilla y da vueltas nerviosas alrededor de la poesía y del aforismo en su paso en su explicación del ámbito óntico al ontológico, cuando se acerca peligrosamente a la noción pura del Ser separado de lo ente, del ser en tanto ser.

Todo esto nos da una idea de cuán importante ha sido la percatación de esta imposibilidad lógica y epistemológica para la filosofía misma en relación con sus propósitos más ambiciosos, y sobre todo, de su desarrollo histórico. En el fondo, según creo, habría que preguntarnos más bien si debiéramos concebir a esta especie de ‘impredicabilidad del fundamento’ como algún tipo de descubrimiento, y no más bien como un punto partida y de llegada indiscutibles de 'la filosofía primera' en tanto pretendida ciencia, o bien, como condición de posibilidad del discurrir metafísico mismo, con todos los matices y variaciones que esto implique. Esta misma idea es la que desarrollaría con maestría Ludwig Wittgenstein en su Tractatus logico-philosophicus, el cual representa, desde nuestro punto de vista, el epítome más preciso de nuestro silencio aporético o inefabilidad filosófica que hemos querido señalar, no sólo en el ámbito de la filosofía contemporánea, sino en la historia de la filosofía occidental en general.

La fundamental problemática entre lo que puede ser susceptible de ser discurrido y propiamente dicho (gesagt) en el campo del conocimiento, y lo que sólo puede ser susceptible de ser expresado o mostrado (gezeigt) por medio de otro tipo de lenguajes no-demostrativos, será un tópico que seguirá desarrollando y perfeccionando Wittgenstein en sus reflexiones a lo largo de los siguientes años posteriores al Tractatus, hasta su culminación, en la publicación de sus Philosophische Untersuchungen (Investigaciones Filosóficas) en el año de 1945, obra en la cual ya se encuentra presente bastante clara su propuesta filosófica definitiva apenas esbozada en su carta-respuesta a Russell algunos decenios atrás, en la que revela sus más hondas aspiraciones, enmendando y reformulando varios errores que, según el juicio del propio filósofo, había incurrido en la estructura y el desarrollo del Tractatus mismo. Sin embargo, tanto el primero como el segundo Wittgenstein, según nuestro puto de vista, compartían, esencialmente un propósito filosófico muy claro: la intención de evidenciar las marañas de equívocos lingüísticos que generan los pseudo-problemas filosóficos, basada en un meticuloso y concienzudo análisis lógico del pensamiento-lenguaje discursivo. En algún sentido, podríamos decir que, esta preocupación expresada por medio de la carta dirigida a su maestro acerca de la distinción gesagt/gezeigt es la que le ocupará toda su vida, sus reflexiones y su trabajos en el campo académico.

La metafísica, vista desde la óptica wittgensteineana, se desarticula a partir de la identificación de los equívocos lingüísticos en conexión con un supuesto ámbito ontológico: proposiciones en las que aparecen reiteraciones semánticas (tautologías) o relaciones inadecuadas entre significados y significantes (absurdos referenciales), o en las que se postulan entes supra-lingüísticos ('lenguajes-cero' o 'entidades puras') cuya existencia efectiva no se desprende de su uso, pudiendo prescindir de cualquier contexto y siendo supuestamente independientes de todo juicio particular, subjetivo. Para Wittgenstein, estos entes metafísicos ciertamente no podrían ser falsos del todo (ya que son formalmente válidos, según la estructura lógica que los antecede), pero sin duda serían carentes o vacíos de sentido (Sinnlos), y en último término, no más que meros sinsentidos lingüísticos (Unsinn): nace así, una nueva rama de la metafísica como equívoco lingüístico, o como mera representación de una imagen no correspondida con la realidad, distinta sin duda a la trazada por el eje lockeano-humeano-kantiano de crítica y de intento de demarcación de la misma, pues encara de manera directa a lo discursivo, inaugurando así la actual rama de la filosofía analítica, o del lenguaje.

Wittgenstein intenta así desplazar la pregunta de qué por la del cómo y de qué manera: el reemplazo en último término del preguntar clásico metafísico por el preguntar demostrativo que popularizaría el filósofo vienés bajo la terminología de “explicación o definición ostensiva” (hinweisende Erklärung), se esboza apenas aquí en forma de exhortación por un buen uso de la lógica y de nuestras formas lingüísticas, poniendo el acento en la correcta aplicación de las proposiciones elementales y no en la pregunta por la naturaleza o el origen causal de las mismas. De preguntarse por tal, sería necesario según nuestro filósofo en cuestión, preguntarse primero bajo qué términos se está hablando de ellas (encontrar su 'regla', su 'juego del lenguaje'), y después tratar de dar una descripción que se adecue a las exigencias semánticas que le fueron impuestas por la demarcación del significado mismo. En resumen, una pregunta por el significado “en sí” de una proposición elemental, ese afán del primer Wittgenstein por encontrar “la forma general de la proposición”, no pertenecería ya al campo del conocimiento, y por tanto, bajo las demarcaciones pertinentes de éste, esa pregunta, stricto sensu, carecería de sentido si pretendiéramos contestarla bajo la forma en que podemos responder a otras cuestiones claramente verificables en el correlato con la experiencia directa con las cosas.

Las nociones de “mundo” (Welt) y de “hechos” (Tatsachen) son claves para comprender las líneas conclusivas del Tractatus. Ya desde las primeras sentencias queda implícita la idea de qué es lo que es susceptible de hablarse, de decirse: “la totalidad de los hechos, no de las cosas (Dinge)”, es decir, “todo lo que es el caso”, todo lo que tiene sentido (Sinn) decirse. No es posible discurrir problemáticamente, al igual que señalaran los escépticos antiguos y David Hume, sobre las cosas en sí mismas, pues tanto lógica como pragmáticamente no haremos más que regresar al punto del que partimos sin obtener resultados satisfactorios en territorios epistemológicos ("de la ciencia natural, que no es filosofía", según nuestro autor en cuestión), es decir, poseedor de certeza fáctica, observacional. La metafísica (y con ella la ética, la estética y la religión, diría Wittgenstein) se muestra, pero no se demuestra: por tanto, se prescinde de discutirse, de pronunciarse y validarse epistemológicamente. Si, “el significado del mundo debe de estar afuera del mundo”, y “los límites de nuestro lenguaje son los límites de nuestro mundo”, ya se verá cuán implausible resulta en último término para Wittgenstein el penetrar los misterios más profundos de nuestra existencia desde el ejercicio filosófico y responder así, de una buena vez, las preguntas fundamentales de todos los tiempos. Es por eso que se esboza de manera similar a la de Schopenhauer que, aún si todas las preguntas de la ciencia fueran contestadas, quedarían aún incontestadas todas aquellas cuestiones que se gestan en el origen de nuestro anhelo filosófico de entender el sentido último de todas las cosas, esa sed de claridad nunca del todo satisfecha en nosotros. No obstante, no es asunto secundario recordar que esa imposibilidad discursiva viene, aún en el mismo Wittgenstein, precedida a su vez por el asombro de la existencia del mundo, ese thauma griego en el que uno no deja de extrañarse de que “exista algo, y no más bien nada”, cuya honda impresión emocional sea, según los parámetros wittgensteineanos y los propios nuestros, igualmente imposible de representarse: en el Tractatus se le llama el sentimiento de "lo místico" (6.522).

Entonces, nuestro silencio aporético, desde una cierta perspectiva, refiere directamente a la imposibilidad discursiva –a su vez comprometida con un cierto criterio de verdad o de ‘verificabilidad’, mejor dicho– de penetrar y de desentrañar ciertas cuestiones filosóficas, relacionada con el descubrimiento y aceptación de las presuntas líneas limítrofes que restringen nuestras capacidades lógicas y epistemológicas en conexión con el mundo que nos rodea, la que, según la óptica del escepticismo originario, muestra por sí misma, durante los variados intentos argumentativos de asentar una certeza de índole metafísico, un estatus de ambivalencia veritativa en perfecta isometría: un criterio de verdad-falsedad que se encuentra en perfecto equilibrio entre las dos partes, no pronunciándose en este tipo de enunciaciones hacia ningún polo, pudiendo ser igualmente posibles que no-posibles, plausibles, o bien todo lo contrario: es el terreno del presupuesto, de la hipótesis, de la axiomática provisional, esto es, de un cierto tipo muy particular de prejuicio o de creencia filosófica ¿No decía ya Hume que nuestras certezas filosóficas no son más que un cúmulo de hábitos, designación eufemística para 'creencias'? Interesante la manera en que aborda esta temática Sören Kierkegaard en sus textos más estremecedores, uno de los filósofos mayormente conscientes de la importancia de la figura de la fe para el ser humano, tanto en el campo de la religión como en el de la filosofía, ambos, en último término, caminos de redención.

También, desde una segunda perspectiva, se refiere a aquella imposibilidad de agotar discursivamente (i. e., semánticamente) la significación de ciertas realidades, temas o ideas en concordancia con la capacidad de captación y de penetración que posee nuestro entendimiento, bajo todas sus posibles determinaciones y puntos de vista dentro de un mismo enunciado, y demarcadas dentro de una misma sentencia; esto es también, de determinar y de acuñar de una vez y para siempre su significación última y absoluta bajo un mismo nivel discursivo, en forma de concepto, de aprehensión abstracta de un término o de una definición categórica. Las infinitas posibilidades expansivas del pensamiento-lenguaje discursivo en relación con cualquiera de estas ‘entidades’ dentro de una hipotética y quizás falaz pura objetividad (es decir, dotado de una propiedad ontológica de realidad independiente de toda recepción individual), así como las cuasi infinitas representaciones e interpretaciones que pueden surgir del ámbito de la subjetividad hacia su interpretación posterior, son las principales raíces de que los predicados –en relación con esta forma de lógica– se señalen como ‘indescriptibles’, al transgredir sus propios límites semánticos dentro de este ámbito de la inefabilidad filosófica que se ha mostrado antes.

Ambas perspectivas, tanto la de la ambivalencia veritativa (isometría valorativa de argumentos contrarios) como la de la inagotabilidad de significación (similar a lo que se entiende por ‘deriva infinita’ en cierto discurso hermenéutico, aunque con ciertos matices diferenciadores), pertenecen, según nuestro discurso, al terreno de la aporía, de la suspensión instrumental del juicio (epojé) frente a la indeterminación de las cosas, de la imposibilidad de decir algo de ellas, y en su lugar, sólo mostrarlas. Las dos están emparentadas y, si se analiza con detenimiento, en realidad responden al mismo mecanismo aprehensivo en relación con la naturaleza intrínseca de los supuestos alcances cognoscitivos e intelectuales del ser humano. La diferenciación entre estos dos momentos del silencio aporético aquí es puramente instrumental, a manera de taxonomía semántica, como hemos venido haciendo durante todo nuestro trabajo.

En contrapunto filosófico con el fenómeno tangencialmente revisado en nuestro capítulo anterior sobre el misticismo, el silencio contemplativo, podemos sugerir sobre éste mismo que surge como resultado de un suceso espontáneo y experiencial de la conciencia, la cual opera fuera de sus parámetros normales de razonamiento y de percepción de la realidad, provocando, según variadas tradiciones históricas, religiosas y socio-culturales a lo largo y ancho del globo, el cese completo del ejercicio intelectual y el comienzo de la pura vivencia de lo absoluto (la existencia como un todo indiferenciado), desprovista de las vestiduras del análisis lógico y del ordenamiento mental y categórico regular, y por implicación, incluso desprovisto ya de la propia noción de subjetividad, misma que nos hace posible el ininterrumpido decurso de nuestra vida cotidiana: acontece entonces una suspensión o aniquilamiento temporal del principium individuationis, y todo lo que ya hemos visto. Al parecer, siguiendo con nuestra disertación, este postulado de la inefabilidad mística sólo podría ser ‘corroborado’, stricto sensu, desde el acontecer particular en cada individuo, desde una experiencia directa e intuitiva idéntica a la que han sido partícipes los llamados ‘místicos’ y quizás ciertos filósofos contemplativos relacionados también con el fenómeno de la mística dentro de sus respectivas tradiciones.

Sin embargo, de manera análoga como sucede con la experiencia de la muerte (o cese absoluto de la experiencia, como se quiera ver: en algún sentido la experiencia mística podría ser considerada según sus propios parámetros como una especie de no-experiencia, una especie muy particular de 'muerte'), es una tesis que por su misma naturaleza epistemológicamente ambigua, y por conformarse en sí misma como una especie de anti-epistemología, no podríamos ser susceptibles de sostener firmemente, y ni siquiera deberíamos considerar el caso de revisarla si hubiéramos de regirnos (erróneamente, de seguro) por un radicalismo científico, cuasi positivista, sobre esta línea. En segunda instancia, igual de importante que la anterior, pesa en nuestra balanza la incapacidad de corroborabilidad efectiva del suceso, concibiéndonos a nosotros mismos como unos puros espectadores o comentadores externos de la llamada experiencia mística; ya del suceso vivencial en particular, ya del mismo fenómeno histórico y social en toda su profundidad y alcances desplegados (esta segunda, quizás mucho más fácil de enjuiciar). Es decir, para enunciarlo de una manera más llana, debido a que no hemos sido partícipe de dichas ‘experiencias’ (al menos desde mi caso particular), no podemos bajo ninguna circunstancia afirmarlas ni negarlas por completo, sino dejarlas simplemente como hipótesis factuales, como supuestos igualmente plausibles como no-plausibles en el campo de la epistemología, sin degradar o acentuar cualquiera de las dos categorizaciones con afanes verificacionistas: precisamente allí es donde acontece primordialmente el entronque fundamental de nuestros dos últimos silencios, el contemplativo y el aporético ¿Cómo puedo saber si he tenido una experiencia mística igual a la de San Juan de la Cruz, o a la de Santa Teresa de Jesús, o al menos aproximada a éstas? No puedo, aunque tampoco esto cierra la posibilidad de haberla tenido, lo cual seguirá siendo siempre francamente plausible, pero nunca demostrable, y por ende, incomunicable. No puede haber criterios comparativos en el ámbito experiencial ("no hay sensaciones privadas", sugería también Wittgenstein), y por tanto, no tendría sentido (comunicativo) tratar de demostrar que se ha participado de experiencias como la de la iluminación mística: resulta bastante creíble, entonces, que "los límites de nuestro mundo son los límites de nuestro lenguaje" (5.6).

El silencio contemplativo sólo se puede mantener dentro de la perspectiva incomunicable que hemos venido manejando a partir de la inefabilidad filosófica, pues primero se debe de reconocer que es igual de posible que exista y que no exista la experiencia mística, lo cual en último término resulta absurdo al no poderse establecer una comprobación directa a partir del cual pueda en efecto aseverar que he tenido una experiencia similar o idéntica a la de los místicos: no puedo ser nadie más que yo, ni puedo sentir más cosas de las que yo siento, y esto a la vez representa todo lo que conozco y lo que puedo conocer, todo mi mundo, mi única realidad: de allí que Wittgenstein haga coincidir, de manera brillante al solipsismo puro con el realismo puro. Así mismo pasa con todas nuestras demás sensaciones y experiencias en la vida, según nuestro punto de vista, de las cuales la experiencia mística no funciona sino como un bastante digno paradigma. De todo esto resulta que de cualquier experiencia no sufrida desde un horizonte subjetivo propio, desde una vivencia personal, no se podría tener sino una presuposición provisional de su existencia, y aún en caso de creer experimentarla, nunca se podría estar ciento por ciento seguro de haberla tenido: se debería de guardar en estos casos un silencio aporético, tanto al principio como al final de nuestras suposiciones, aunque, si somos sinceros con nosotros mismos, nunca dejemos de ser susceptibles de suponer este tipo de situaciones. Pareciera que es mejor tratar de no pensar ni de ahondar en ellas, y mucho menos tratar de colocarlas sobre terrenos discursivos: así llegamos los individuos con inclinaciones filosóficas a suspender nuestro juicio sobre estos temas, a la sabia y saludable manera de los pirrónicos originarios, no por pereza intelectual ni por ademanes pedantes, sino por mero solaz y tranquilidad anímica, grato tesoro reservado para algunos cuantos, deseado quizás por todos. Este tipo de restricción prudente desde nuestras humanas limitaciones de cara a estas realidades, frente a las que hace falta una humilde asunción de nuestra ignorancia, constituyen lo esencial de nuestro silencio aporético: la de supresión instrumental del pensamiento-lenguaje discursivo.


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Después de nuestro breve recorrido ensayístico por el tema de la inefabilidad, el silencio se nos presenta ahora como un fenómeno sumamente complejo al interior de nuestros mecanismos cognoscitivos y expresivos, aunque en su misma complejidad se resguarde una concepción muy clara e iluminadora respecto de estos. Las vinculaciones que el silencio tiene con la reflexión filosófica que hemos señalado someramente aquí no son desdeñables, sino muy al contrario según creemos, de implicaciones teóricas fundamentales para comprender las funciones y los alcances mismos del ejercicio filosófico, reflexionando sobre el uso y las aparentes limitaciones que el pensamiento-lenguaje discursivo tiene para sí mismo y, durante ciertos momentos sumamente especiales, que podemos acaso encontrar más allá de él, en las fronteras de lo experiencial.

Los extremos se han tocado al final de nuestro discurso. Hemos comenzado por lo más básico, para así poco a poco ir dando paso a un mayor nivel de complejidad en nuestras disertaciones, partiendo desde aquellos tipos de silencio más ‘obvios’, los gramaticales, hacia aquellos otros ‘no tan obvios’, los pertenecientes al terreno de la aporía. Sin embargo en algún punto, las aparentes obviedades parece conectarse ineludiblemente y de manera directa con esas otras no tan aparentes obviedades, de extremo a extremo: a fin de cuentas, la estructura gramatical de lo hablado y de lo escrito, nuestro silencio lógico, sea de manera directa o indirecta, termina manifestándose, marcando la pauta al redefinir el discurso filosófico mismo mediante la manera muy particular en la que ha sido redactado, ensamblado, pulido y presentado: su ritmo y su musicalidad interna, su fluidez o su obscuridad intencionada, su balance entre letras y espacios, y la poca o mucha disposición para su posterior desarrollo dialógico, en las arenas de la discusión y del debate constructivo.

La textura de una obra filosófica es, sin lugar a dudas, definida igualmente por la forma en la que es empleado el silencio al irla construyendo, así como el vacío es imprescindible para el correcto funcionamiento de la rueda y el adecuado empleo de la vasija, según el Laozi. No es la misma la forma en la que se expresa filosóficamente Wittgenstein que bajo la que se expresa Heidegger, los dos filósofos de habla germana más importantes del siglo pasado. Saltan a la vista la diferencia de estilos y de técnicas de estructurar sus pensamientos, pese a que ambos hayan sido escritos en el mismo idioma, y al final hayan querido transmitir, según nuestro punto de vista, más o menos la misma idea al respecto de los límites de la comunicación y del conocimiento humano. Frente a cualquier objeción, las cosmovisiones de estos dos pensadores, pese a sus discutibles diferencias irreconciliables, al parecer presuponen una mirada al lenguaje muy particular, emparentada fuertemente con nuestro silencio aporético, haciéndose visible en Wittgenstein, bajo un riguroso análisis de lenguaje poseedor de una franqueza conceptual y de una concisión práctica asombrosa; y en Heidegger, mediante sentencias tautológicas y neologismos constantes mucho más obscuros e intrincados, aunque igualmente inquietantes, ambos frutos de la reacción frente a una cierta inadecuación originaria del ser con la palabra.

Epílogo


Pregunté tres veces lo mismo. El maestro calló.

Volví a inquirirle una vez más, sosteniendo mi duda. Sólo conseguí que extendiera el brazo y que me señalara con su dedo índice las numerosas montañas que se prolongan a lo largo del horizonte, y cuyas cimas se pierden en la bruma.

Le cuestioné por última ocasión, al no entender lo que me estaba intentando mostrar. Esta vez el maestro habló, y me dijo: "Es en verdad muy hermoso el canto de las aves, también el colorido y la textura de las flores, el perfume de los árboles del bosque y de sus frutos, e incluso el reflejo del rostro de los animales en el río al beber de su agua, pero ciertamente nada de esto supera a la majestad del ocaso".

Desde luego, no había logrado contestar mi pregunta. Aquel viejo, que lo había visto todo, que lo había vivido todo, desde lo más insignificante hasta lo más sublime, no había podido colmar mi inquietud.

Desilusionado, me marché del lugar. Abandoné su instrucción.

Muchos años después, caí en cuenta de lo elocuente de su respuesta.


Nadie hubo ni habrá, bajo la luz del sol, tan sabio como aquel hombre.

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