20100826

Filosofía y Silencio. Proemio e Introducción


Filosofía y silencio. La importancia de la figura del silencio para la conformación lingüística y racional del ser humano. Seguimiento teórico del concepto de inefabilidad y su valor para el ámbito filosófico

Juan Carlos Serrano Aguirre
Proemio

A través de un territorio áspero, árido y pedregoso, una silueta humana se desliza suavemente, contoneándose,  poseedora de una fragilidad notable al caminar, proyectando su prolongada sombra bajo el sol vespertino. Un par de pies, hinchados de tanto viajar, se detienen de trecho en trecho. Tal sombría figura cesa momentáneamente su transitar para sentarse sobre alguna roca o protuberancia en el suelo, beber un poco de agua de su cantimplora y darle algunos mordiscos a su pan sin levadura que carga dentro de un pequeño moral, con el fin de mitigar a medias su hambre y su sed.

El paisaje es ambarino y desolador al mismo tiempo. Reincorporando su marcha, sus pasos se asestan a plomo sobre la tierra, levantando pequeñas nubecillas de parduzco polvo, producto de un esfuerzo sobrehumano, a intervalos de cansancio mortal. Una gota de sudor resbala, cae, y es absorbida por el poroso basamento. Su sombrero de paja, roído por el tiempo, se inclina algunos grados hacia el norte, producto de una ráfaga de viento que le ha golpeado en uno de sus extremos. 

En la pupila de uno de sus desgastados ojos se reflejan los virajes de algunos buitres que rasgan el firmamento, circundando su cabeza. Sonríe levemente, sus rodillas pierden el equilibrio, y se entrega suavemente al suelo como al principio de su viaje lo hicieran las plantas de sus pies. Otra ráfaga de aire golpea aquel agreste territorio. Las nubes se extienden sin mesura. Un lagarto saca la espinosa cabeza de su escondite. La mano de aquel hombre se pone rígida, como las rojizas cumbres que se levantan a kilómetros de allí. No se escucha algún estruendo en veinte millas a la redonda. Todo permanece en completo silencio.   



Introducción

Ciertamente me inclino a creer, desde la actualidad de mis reflexiones, que uno de los papeles principales de la filosofía en tanto manifestación expresiva del hombre –quizás el fundamental desde cierta perspectiva emparentada con las bautizadas por Dilthey como ‘Ciencias del Espíritu' (Geisteswissenschaften) hace ya más de un siglo– sea tratar de construir una estructura teórica organizada y coherente consigo misma, la cual sea capaz, a su vez, de ofrecer una  óptima comprensión respecto del funcionamiento, operación y sentido último de la realidad concebida como totalidad, implicando de esta manera a todas y cada una de las partes que la constituyen, la interrelación  armónica de todos sus elementos:  la totalidad de las cosas, sus hechos, sus fenómenos, sus movimientos y demás nomenclaturas taxonómicas que se le han otorgado a la experiencia unitaria aunque sumamente discontinua de la vida a lo largo de nuestra historia. Es decir, que dicha estructura sea poseedora de una riqueza conceptual y explicativa tal que pueda ser susceptible de abrazar cualquier manifestación de la multiplicidad sin perder su carácter de tendencia hacia la unidad, manteniéndose en la persecución de ese criterio de verdad  completamente objetivo, omniabarcante, trascendente y perenne que la ha caracterizado en la mayoría de los casos. A este pomposo llamado responden no sólo los grandes sistemas filosóficos que conocemos –aunque ellos sean ciertamente los más grandes representantes de lo referido–, sino cualquier tipo de reflexión filosófica expresada, por fragmentaria y diseminada que parezca, pues me parece que en el fondo de cualquiera de éstas se alberga indefectiblemente tal afán de claridad anímica y de saciedad espiritual, en contraste con las tinieblas y los velos que producen las interrogantes más hondas y originarias de nuestro existir en algunos de nosotros. Es la visión de la filosofía no sólo como una fría y desinteresada persecución del conocimiento, sino como un camino de redención humana, sumamente representativa de sus comienzos históricos: el pensamiento religioso.

No obstante, ¿qué sucede cuando estas capacidades de ilación orgánica y de visión panóptica tan caras a este tipo de ejercicio filosófico parecen verse forzadas a detenerse en algún momento frente a las limitaciones que le impone su misma naturaleza? Dentro de nuestra humana condición, como seres sensoriales e inteligentes, pero sobre todo desde cierto esquema  hermenéutico (o si se quiere, ontológico), cuyo pedestal parece descansar primordialmente sobre la idea de intersubjetividad como piedra de toque para la traducción e interpretación apropiadas del mundo en el que nos desarrollamos, aquel ente abstracto y mutable llamado lenguaje casi siempre surge como la alternativa más viable –quizás la única– para expresar (o tratar de expresar) la aludida captación racional de la totalidad de lo existente, de la existencia misma en su conjunto. No obstante, dentro de esta estructura comunitaria, política y social, resultado del consenso intersubjetivo y dialógico, es decir, del lenguaje (o quizás deberíamos de decir  los lenguajes, porque en efecto los hay de muchos tipos y de los más variopintos matices), y desde semejante aparato organizador compuesto de códigos traductores de aquello que se manifiesta (phainómenon) ante nosotros de manera constante en nuestra cotidianidad, surgen algunos problemas para aquellos adeptos del afán universalista filosófico: estos meticulosos y  muy a menudo brillantes armadores compulsivos de rompecabezas. Tales obstáculos emergen precisamente a raíz de esta pretensión de descifrar, comprender y de explicar por entero –y sobre todo esto último– aquella omnipresencia abrumadora que desborda y que sobrecoge nuestra percepción hermanada a nuestra intelección a cada instante, el asombro (thauma) ante la totalidad de lo real, aquel motor primario de la especulación filosófica, la materia prima de la metafísica y de todas sus derivaciones. En este punto, es menester hacer un alto reflexivo y replantear nuestra posición respecto a lo que estamos desarrollando o tratando de desarrollar, entendiendo o tratando de entender, comunicando o tratando de comunicar. Al hacer una pausa, necesaria y naturalmente, huelga decirlo, se guarda silencio por un momento.

Así, resultará imperativo a lo largo de este ensayo realizar una labor de rescate de la significación de la figura de la inefabilidad, es decir, del silencio no sólo concebido desde el ámbito del diario discurrir, sino también, en idénticas proporciones, al interior de la filosofía misma y de su lenguaje muy particular. Entiendo por inefabilidad tanto a la suspensión consciente o inconsciente del habla y de la escritura durante un momento determinado de su decurso, como sólo su uso metafórico (en este caso, filosófico) al intentar suprimir de manera provisional el mecanismo inquisitivo de nuestras disertaciones últimas sobre lo real, sobre lo existente: la epojé  que desemboca en aphasía de los antiguos escépticos. Este rescate del silencio dentro de la filosofía como elemento fundamental del habla y de la escritura me resulta singularmente sustancial e importante dentro del estudio de la misma, sobre todo a partir de la revaloración de aquellas herramientas por excelencia para la percepción, la asimilación y su posterior explicación concernientes a nuestro universo humano, a nuestra cosmovisión (Weltanschauung), además de ser éste, el silencio en relación con la filosofía, el punto desde donde es posible apreciar de manera más clara y evidente las formas de operación y desenvolvimiento del pensamiento-lenguaje discursivo (binomio inseparable, como se ve) en relación con la interpretación, la comunicación, y cualquier interacción dialógica en general.  

Es menester entonces la inclusión de la figura del silencio, ya sea dentro del nivel práctico o habitual de nuestra habla y de nuestra escritura, o dentro de un nivel metafórico o simbólico al interior de  nuestros esquemas filosóficos que persiguen el fin de mediar la situación de desmesura intelectual que señalábamos anteriormente; en principio porque  pareciera que semejante figura forma parte medular de la constitución lingüístico-racional del hombre; en una segunda instancia por que bajo su ausencia, la herramienta del pensamiento-lenguaje discursivo no podría traducir –es decir, ordenar armónicamente– su contenido imaginativo a elementos comprensibles para el intercambio de ideas en sociedad, con otras mentes y otros individuos; en una tercera porque, para variadas tradiciones filosóficas y religiosas, el silencio representa el límite natural del pensamiento-lenguaje discursivo ante la realidad inabarcable de lo numinoso, de lo sagrado y de lo divino; y en una cuarta y última, por el hecho del reconocimiento de la existencia de realidades en las que no es posible penetrar mas que con una actitud separada de la inclinación original del filósofo en su búsqueda explicativa, ocasiones en las que, según mi punto de vista, es preciso dejar de lado semejante labor interrogativa para dar paso a una asunción neutra y prudente de ciertas imágenes y de ciertos conceptos, y así partir desde ellos hacia consideraciones prácticas sobre lo concreto vital: lo político, lo económico, lo científico, lo artístico, o cualquier otra derivación social del quehacer humano. Respecto de este posicionamiento me auto-percibo, en efecto, como un hijo de mi tiempo (Zeitgeist), más como una consecuencia histórica de la posmodernidad que como un pensador original. Sin embargo, cabe aclarar que no implica la misma cuestión el rechazo tajante de todo esencialismo o estructuralismo filosófico (tan comunes a nuestra era desde hace al menos medio siglo), que la suspensión de juicio respecto de cualquier afirmación o negación sobre estas ideas, susceptibles de ser aceptadas lo mismo que de ser rechazadas, bajo las mismas circunstancias: después de todo, algo hay de diferente en este asunto que no es pura moda, que no es mera inercia epocal (o eso me gustaría pensar al menos). Analizaremos esta particular diferencia posteriormente con mayor detenimiento.

Prosiguiendo con un ánimo discreto à-la-Baltasar Gracián y, si hubiera de ser sincero conmigo mismo, en realidad tampoco considero que la sugerencia teórica que pretendo desarrollar a lo largo de este texto sea en realidad una iniciativa novedosa dentro de la reflexión filosófica: los griegos ya la habían esbozado hace más de dos mil años, y es probable que otros pueblos mucho antes, como el hindú y el chino, por ejemplo. Quizás (y sólo quizás) la manera en la que se estructura y se clasifica sea propositiva o innovadora, mas de ninguna manera su contenido: representa una realidad de la que numerosos filósofos  y pensadores se han percatado a lo largo de la historia de la humanidad, y como digo, posiblemente la única aportación filosófica que se me podría adjudicar consistiría en el intento de haberlo reformulado de una manera relativamente organizada, es decir, desde la resignificación taxonómica y progresiva del silencio y no de la palabra, del callar y no del hablar, partiendo desde el pensamiento-lenguaje discursivo en su despliegue llano y coloquial hasta los tecnicismos filosóficos propios de la academia, y de regreso, todo a través del hilo conductor de nuestra idea de inefabilidad.

Desde el pesimismo epistemológico de Xenófanes hasta la muerte de Dios nietzscheana, pasando por el vacío del sí-mismo eckhartiano, el proyecto limitacionista de Locke, el destino trágico de la razón kantiana o la oposición irreductible entre pensamiento y existencia de Kierkegaard, por poner algunos ejemplos (y de manera más presente en corrientes de pensamiento cercanas a nuestro nuevo siglo como el positivismo lógico, el psicoanálisis, el existencialismo, el post-estructuralismo y hasta la filosofía hermenéutica en alguna de sus variantes), de diferentes formas y de acuerdo a diferentes gradaciones e intereses particulares, ha aparecido una constante al interior del ejercicio de la filosofía a lo largo de los siglos, similar a un fantasma, un espectro que acecha a las buenas conciencias, a ese bon sens cartesiano que pareciere ausente muy a menudo en todos nosotros: la idea de que la pretensión humana por la obtención de una certeza filosófica definitiva, de un conocimiento racional absoluto sobre la existencia comprendida como totalidad, no resulta más que una construcción utópica e infructuosa, conteniéndose dentro de sí misma bajo sus propias barreras infranqueables que le cierran el paso hacia territorios prohibidos; que éste mismo, el intelecto, delimita sus alcances dentro lo que le es posible o no de intelegirse, de aprehenderse, de preguntarse y más aún, de comunicarse en plenitud; que nuestro pensamiento-lenguaje discursivo es sólo una parte, limitada y sumamente ambigua, de la constitución orgánica del ser humano, y que mediante el abuso de la herramienta especulativa no se consigue sino un fracaso teórico inminente: la aparatosa caída del hombre-Ícaro por acercarse demasiado al sol del núcleo de la metafísica. Las aseveraciones anteriores tientan a suponer en algún  sentido que, junto con Blaise Pascal, al unísono y en perfecta consonancia, hubieran podido las mencionadas figuras históricas aseverar en algún punto de sus vidas, bajo determinadas circunstancias y por distintas razones: le coeur a ses raisons que la raison ne connaît pas. Hay juicios respecto de ciertas realidades que, de mantenerse en el individuo un cierto grado de pudor filosófico aunado a otro tanto de modestia intelectual, es necesario abstenerse de preguntar, más aún que de contestarse. Es el velo de Maya que permanece a través de los tiempos, de las eras, de los eones, resguardando trágicamente el misterio infranqueable de nuestro existir.

Establecido semejante panorama, es menester ir con cuidado a través de esta delicada empresa, tan sencilla y tan compleja de manera simultánea: debemos de transitar por diferentes espacios y modulaciones de silencio con la pretensión de llegar, al final de nuestro trayecto, al pronunciamiento de nuestra opinión particular respecto de la tesitura del vínculo inmortal del silencio con la palabra, y en último término, con la filosofía. He dividido por ende, este trabajo, en cuatro momentos o etapas del silencio posibles, a manera de una taxonomía general, si se quiere arbitraria, aunque necesaria para la consecución de mi discurso. Digo arbitraria (¿qué clasificación de este tipo no es, desde cierto punto de vista, completamente arbitraria?) ya que, en el decurso de nuestra cotidianidad, estas modulaciones del silencio (o 'esferas' de silencio, diría Sloterdijk) no se siguen precisamente dentro del orden progresivo en que las he catalogado, pudiendo coexistir de manera simultánea y desarrollarse de muy diversas maneras, alimentándose las unas de las otras en todo momento: el silencio lógico, el silencio dialéctico, el silencio contemplativo y el silencio aporético.

Podríamos apuntar ya desde aquí, con el peligro de caer (¿inevitablemente?) dentro de cierto reduccionismo, el carácter que cada una de estas etapas del silencio posee como resultado de la comparación entre ellas. Así, el silencio lógico entraría dentro de un campo más bien lingüístico-estructural (gramático y sintáctico); el silencio dialéctico mantendría todavía un cierto matiz de ese nivel lingüístico (semántico y semiótico), pero tendería hacia un desenvolvimiento más bien de introspección psicológica y emocional; el silencio contemplativo se situaría dentro de un contexto mitad filosófico, mitad teológico; y no sería sino hasta el silencio aporético en el que llegaríamos propiamente a territorios concretamente filosóficos, del ámbito de la argumentación y del intercambio de posturas mediante el ejercicio del discurso.

Mediante esta serie de gradaciones, que, redundando en el término, son graduales, emulando una suerte de sutil metamorfosis en la que cada una le va cediendo el terreno a la otra en el ámbito de su representación (algo así como una hipóstasis neoplatónica de lo lingüístico), es como llegaremos a explicar nuestras breves disertaciones sobre la relación existente entre silencio y filosofía ¿Es necesario este trayecto omniabarcante respecto de una pretendida naturaleza del silencio para llegar hasta la discusión filosófica? En definitiva así lo creo, ya que, desde un particular punto de vista, la filosofía no se agota sólo en la teoría filosófica: envuelve y nutre todo lo humano, todo lo susceptible de decirse, de comunicarse, de expresarse, y en este caso en particular, de no-expresarse.

Respecto de semejantes distinciones, este pensamiento-lenguaje discursivo, bien es cierto, resulta imprescindible en tanto que constituye la base, la estructura misma del discurso filosófico para penetrar dentro de la lógica interna de aquellos problemas clásicos que nos han aquejado o que nos hemos planteado durante algún momento de nuestras vidas. Sin embargo, a mi parecer, una vez inmersos dentro del hilo coherentista de éstos mismos, es necesario volver a desposeerse de esa modalidad del lenguaje para introducirnos dentro de esos otros lugares que no se rigen bajo las normas silogísticas ni categoriales, esos otros territorios del ser en donde parece desarrollarse la experiencia ontológica de la realidad en toda su plenitud bajo heterogéneas manifestaciones de lo conocido: penetrar en esos otros rincones después de haber explorado suficientemente el terreno metafísico desde la lógica, desde mi punto de vista, representa una de las cumbres de la reflexión filosófica, el de la afamada y tantas veces perseguida en la historia de la filosofía participación de lo verdadero, indemostrable bajo argumentos o premisas según algunas cosmovisiones de este tipo. La silogística y la lingüística únicamente nos acercarían, siguiendo este hilo coherentista, por medio de una serie de símbolos y códigos significantes, al lugar privilegiado (topos) no de la especulación filosófica, sino del fin ético humano por excelencia a decir de la mayoría de las escuelas pertenecientes al periodo de la filosofía helenística griega, que no es ni lingüístico ni instrumental, si no vívido y experiencial: la tranquilidad del ánimo (ataraxía) consecuencia de la certeza personal, la ecuanimidad del temperamento resultado de la autoafirmación en lo real, la madurez de nuestro entendimiento, el fruto de la autognosis. 

De tomar el acceso por el objetivo y a la vía por el fin, estaríamos incurriendo en un grave peligro. El peligro de desvirtuar tal propósito filosófico, reduciendo nuestras aspiraciones de tratar de conducir nuestras vidas de la mejor manera posible a una ‘pura palabrería’, a una ‘burlesca sofistería’ dando vueltas sobre su propio eje (todo esto al pretender ser objetivas, convertirse en ciencia: hay ‘palabrerías’ y ‘sofisterías’ muy bien encaminadas para otros fines más bien estéticos, de corte irónico casi todas), sumergido en un círculo vicioso mediante el cual nunca se pueda llegar a un conocimiento total (episteme), o al menos parcial (doxa) sobre lo real, todo esto por mantenerse enredado en una telaraña de problemas lingüísticos y de desacuerdos conceptuales entre filósofos y sistemas filosóficos que, cuando abusan de la virtud que los caracteriza, la facilidad de palabra, no hacen más que empobrecer la experiencia del mundo en el que viven.

Por tanto, hagámonos esta pregunta como si no hubiéramos considerado todo lo anterior: ¿cuál debería ser ese topos originario de la asunción de la verdad (aletheia) según la filosofía? Un lugar en donde sea posible tomar conciencia plena de que los enunciados y las palabras conforman únicamente una parte más (algunos dirían que ínfima en relación con otras áreas de nuestra constitución integral: yo no estoy tan seguro) de las formas humanas para aprehender y traducir la totalidad de la realidad, todo lo que es ¿Existe algún tipo de remanso, algún rincón en donde no exista una saturación conceptual y lingüística, un ruido continuo que perturbe nuestro proceso de asimilación de verdades comprobadas, extraídas a su vez de la múltiple variedad de experiencias en todos y cada uno de nosotros? ¿Alguna zona  privilegiada en la cual, después de haber discurrido suficientemente acerca de ciertos problemas filosóficos, se absorba definitivamente la conclusión a la que se ha arribado mediante un  proceso largo y turbulento de proposición de argumentos y de refutación de falacias, de reductio ad absurdum, de contraposición de teorías y de depuración de premisas? Según un primer vistazo, me parece, este topos también pertenece al terreno de la inefabilidad: el silencio de la boca provisionalmente cerrada y del acallamiento temporal de nuestro pensamiento.

El silencio, entendido metafóricamente, como figura o como símbolo, nunca se encuentra estático, ni situado en un solo punto: desde cierta perspectiva, es parte insustituible, medular, de la comunicación misma. Se encuentra en constante moción, abarcando cualquier momento y cualquier situación lingüística, siempre de manera inherente al discurso, al habla, a la escritura. Nuestro pensamiento-lenguaje discursivo parece estar allí siempre tejiendo interpretaciones muy diversas, maneras previas para hacer o pensar las cosas, mandando a la guerra de continuo a los soldados de ese “ejército móvil de metáforas” que trajera a cuenta Nietzsche, emergiendo y sumergiéndose entre significados y condiciones de posibilidad pretenciosas de descubrir cómo es que opera lo existente, generando maneras de acercarse a lo evidente, a lo implícito, a lo ya dado, desde flancos inexplorados: allí se encuentra también la figura del silencio inserta, operando en la aparente inactividad, hilando el discurso en los terrenos poéticos de lo invisible.

Todas estas ideas se irán desarrollando con mayor plenitud a través de los apartados siguientes, guardando la esperanza de clarificar aún más de qué manera la filosofía, eterna adscrita a la unidad del lenguaje y el pensamiento en el discurso, encuentra una de sus máximas significaciones dentro del silencio, su otra cara: latencia y presencia, lienzo y tintura, articulador panóptico de alcances insondables, tan obscuros e  inagotables como la  inquietante imagen poético-filosófica del Ser, del ser en tanto ser.

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