20100826

Apéndice: 'Eon is One / Todo es Uno'


*Eon is One / Todo es Uno*
Cuatro breves paradigmas de la inefabilidad mística
I.- El silencio contemplativo en el cristianismo: Pseudo Dionisio Areopagita
El pensamiento místico en el cristianismo se presenta, como en casi todas las tradiciones religiosas, con diferencias y contradicciones irreconciliables entre sus corrientes existentes al interior de su iglesia, en el centro de su pretensión de canon. Algunos puntos de convergencia son manifiestos entre místicos de diversas partes del globo pertenecientes al susodicho credo, desde alemanes como Meister Eckhart, Johannes Tauler y Angelus Silesius hasta españoles como San Ignacio de Loyola, Santa Teresa de Jesús o San Juan de la Cruz, por citar algunos de los más afamados (y europeos), dándonos así una vaga idea de la riqueza teológica y filosófica que soportan los numerosos siglos de existencia sobre los que ha subsistido el peculiar fenómeno de la mística cristiana.
Agustín de Hipona, el padre de la teología cristiana, en su tratado sobre la Santísima Trinidad, De Trinitate, ya enunciaba: Decir que Dios es eterno, inmortal, incorruptible e inmutable es decir una misma cosa; y cuando se llama viviente e inteligente, esto es, sabio, todo es uno (…) Por consiguiente, si decimos “Eterno, inmortal, incorruptible, inmutable, vivo, sabio, poderoso, bello, justo, bueno, feliz, espíritu”, parece que de todas las expresiones sólo la última dice habitud a la sustancia; más no sucede así en aquella inefable y simple naturaleza. Cuanto de ella se dice según la cualidad, se ha de entender según la sustancia o esencia. Lejos de nosotros afirmar de Dios la espiritualidad según la sustancia y la bondad según la cualidad; ambas cosas son en Él sustanciales.
Tenemos que, desde el mero inicio de la teología cristiana, es decir, desde la patrística agustiniana, es abordado y tratado el problema de Dios y de su ontología todavía desde el horizonte tradicional de la herencia terminológica griega: ousía (sustancia, esencia). Por lo que en este periodo aún cabe, o al menos así lo parece, la discusión metafísica respecto de la verdadera categorización o más adecuada nominalización del culmen de lo sagrado; discusión que invadirá los libros de teología y de especulación filosófica sobre Dios no sólo de la patrística, sino incluso los de una escolástica cristiana muy posterior, y aún de una mística moderno temprana, sobre todo en los países germanos. Evitando suscitar este tipo de conflictos argumentativos y de equívocos nominativos, Pseudo Dionisio el Areopagita postulará más tarde una supraesencia, la cual correspondería, o se aproximaría al estatuto ontológico de la Realidad Divina, y que en último término, ha de culminar con la teología negativa que nos guía como hilo conductor de su De divinis nominibus. Es decir, parte de una discusión en la que, como consecuencia más radical, tendrá que abandonar humildemente toda posible terminología filosófica, conciente de su finitud y de las limitaciones del lenguaje y del pensamiento mismo en esos territorios. Creo particularmente necesario hacer hincapié especialmente en este autor, Pseudo Dionisio, respecto de este problema, del cual confío nos dará una perspectiva muchos más amplia para tratar de explicar la naturaleza del silencio contemplativo que intento delimitar desde la óptica de la tradición de la mística cristiana.
El teólogo del Alto Medievo (S. V y VI) y padre fundamental de la iglesia cristiana, Pseudo Dionisio el Areopagita, es una de las grandes eminencias teóricas no sólo de la mística cristiana, sino de la religión católica misma, de la que construyó gran parte de sus basamentos, ahora indistinguibles del todo. Aquí nos referiremos muy específicamente a dos de sus obras: Los Nombres de Dios (De Divinis Nominibus) y Teología Mística (Mystica Theologia), ambas reintegradas posteriormente en el denominado Corpus Dionisiacum, el cual comprende la recopilación de toda su obra.
Los trabajos anteriormente mencionados han sido de importancia capital y de una influencia incalculable dentro del pensamiento teológico en el catolicismo posterior, sin duda alguna. En el primero de ellos se hace presente un minucioso estudio en las Sagradas Escrituras bíblicas, tanto del Antiguo como del Nuevo Testamento, de la recopilación de todos los nombres otorgados a Dios a lo largo de las tradición milenaria hebrea y de un cristianismo aún joven, haciendo un recorrido enumerativo a través de diversas metáforas, figuras e imágenes cuya pretensión ha sido nominar o evocar al Ser Supremo, empapado éste al mismo tiempo de un claro matiz neoplatónico en su ontología y en sus categorías filosóficas de orden epistemológico. Para reforzar la prueba de la anterior influencia helénica de la que participaron los primeros teólogos cristianos, cabe destacar que la totalidad de su obra fue escrita en lengua griega, por ejemplo.
Este sincretismo y condensación de un profundo saber tanto de las Sagradas Escrituras de la tradición hebrea como de elementos inconfundibles del neoplatonismo griego, es, desde nuestro punto particular de vista, uno de los mayores méritos de la obra del Pseudo Dionisio en cuestión de riqueza y de amplitud doctrinal al interior de su legado a las estructuras mismas del culto cristiano, en territorios igualmente eclesiásticos que mistéricos, lo mismo dirigidos al ‘gran público’ de fieles y adoradores, que a las pequeñas élites de iniciados en las obscuridades de los caminos místicos que plantea la médula de la experiencia de lo religioso. Si recordamos que el neoplatonismo fue, a su vez, una herencia filosófica fruto de varias doctrinas y cosmovisiones, no nos sorprende la grandeza e importancia que posee la obra que nos encontramos señalando ahora.
Pese a que como ya dijimos, un primer propósito del De Divinis Nominibus recae en enumerar todos los nombres “correctos” que han sido otorgados a Dios en la tradición hebrea-cristiana, no obstante, Pseudo Dionisio no parece estar del todo conforme con esta serie de aproximaciones imaginativas y categoriales a la divinidad, ya que, aunque conciente de las necesidades del hombre por enunciar la verdad que subyace a todas las verdades y de expresarla de alguna manera, nos explicita en 588A:
“(…) Como norma general, nadie se atreverá a hablar de la Deidad supraesencial y secreta en términos o ideas que no hayan sido divinamente revelados en las Sagradas Escrituras. Efectivamente, cualquier palabra y concepto resultan inadecuados para explicar lo desconocido de la supraesencia, que está muy por encima de todo ser. Necesitamos, para esto, un conocimiento supraesencial.”
Recordemos que habíamos dicho que el pensamiento-lenguaje discursivo tiene como característica el ser una estructura simbólica o de significados (ya sea a través de caracteres, de imágenes o de cualquier otra manifestación expresiva del hombre), y de esto se deriva que, aquello que da fundamento al pensamiento mismo, al lenguaje mismo (y a su contingencia y restricción), aparentemente no podría ser enunciado, aprehendido y restringido por redes significantes que son producto de aquello mismo. Es decir: al parecer sería inverosímil para Pseudo Dionisio, que la fuente de toda unidad (la supraesencia divina) pudiera enunciarse y, de esta manera, encerrar todos sus significados en una manifestación de la contingencia. Puesto que, desde cierta lectura, Dios es equivalente al Ser o a la Existencia (Yahvé: ‘Yo-soy’, ‘Yo soy el que soy’), sus significados apuntan a la infinitud de sus manifestaciones; siendo inagotable, se transforma en un absoluto inaprensible: inaprensible por la mente, inaprensible por la palabra.
La eterna contradicción tan característica de cualquier mística alojada en el seno del monoteísmo entre no poder decir a Dios (El “Sin nombre”) y a su vez tener que nominarlo de alguna forma para traerlo a cuenta es una de las grandes paradojas del trabajo de Pseudo Dionisio, y aún más, de la literatura mística universal.
A esta realidad supraesencial que trasciende todo atributo, a su mismo nombramiento, en último término es posible traducirla de variadas formas, puesto que su naturaleza así lo permite, sin ningún tipo de diferenciación lógica, y por lo tanto, no hay una expresión unívoca con que restringirla: todo lo que pudiéramos decir de ello sería impreciso, es por eso que Pseudo-Dionisio sugiere que lo mantengamos sin nominar. Es decir, al mantenerse uno en silencio respecto de nuestra experiencia de Dios, es más posible entrar en verdadera empatía con esta trascendencia absoluta, con lo que en realidad somos y son las cosas, de donde ellas provienen. Al tratar de limitarlo mediante la expresión y la lógica humanas, lo único que hacemos es decantar una parte de su supraesencia para poder aprender una ínfima parte de lo que lo constituye. En este caso, y como creo ya haber hecho ver siguiendo los patrones del Areopagita, el silencio contemplativo ante lo absoluto le hace mucho más justicia que la nominación o la expresión lingüística. Es aquí donde viene muy a cuenta la aparición de uno de los tópicos con los que se le relaciona más a Pseudo Dionisio y su labor místico-teórica: el de la teología negativa o vía apofántica.
Precisamente el preliminar estudio de Los Nombres de Dios, sirve para recaer en otro estudio, el de la Teología Mística, en donde se tratarán de precisar los tópicos tocados en el primero, a saber, las implicaciones y el papel que juega el fenómeno de la inefabilidad dentro de la teoría mística cristiana de Pseudo Dionisio Areopagita, el método de la teología negativa en contraposición complementaria con la positiva (o de dialéctica metódica), y el límite del pensamiento-lenguaje discursivo frente a lo sagrado, lo numinoso.
En primera instancia, aparece la dialéctica metódica de la vía afirmativa (discursiva) y la negativa (simbólica), ya que ambas se anuncian como inseparables como método. A lo inefable, lugar a donde se llega después de un arduo proceso de negación de todos los atributos y formas concretas posibles en la realidad como acertadas para describir la supraesencia divina, se puede acceder desde nuestro panorama humano de finitud y limitación sólo, digámoslo así, mediante una metáfora sagrada: un símbolo que encierre toda la plétora de significados y de significantes, que represente un esbozo de la Última Realidad.
La teología simbólica se presenta como la punta del gigantesco iceberg que subyace en las profundidades del océano de la infinitud divina. Este método mediante el cual es posible representar a la divinidad a través de un símbolo religioso (re-ligador, unificador) es únicamente provisional y relativo, puramente instrumental en contraposición con el verdadero contenido vivencial de la experiencia mística. La vía negativa, en sus últimas consecuencias, lleva a una inefabilidad absoluta, en la que ni siquiera un símbolo, paradigma de la abstracción, será capaz de aprehender. Esa es, precisamente, la premisa de la inefabilidad en relación con el conocimiento de Dios.
Sobre esta línea, la vía positiva sirve de contraposición, de contrasentido con la negativa para balancear la ecuación de los modos posibles de acceso a la unificación con Dios. De la misma manera y en la misma medida en la que no es posible predicar nada acerca de Dios, parecería que se podría bien predicar lo que sea acerca de Él, pudiendo aparecer bajo cualquier palabra (debido a su naturaleza omnipresente, inmanente y trascendente absoluta), no importando que existan palabras o símbolos más adecuados para referirse a esa máxima autoridad como bien remarca Dionisio en Los Nombres de Dios: en última instancia todos ellos resultan inadecuados para nominarlo, o bien, al nominar cualquier cosa también lo nominamos, pues nada escapa a lo supraesencial, esencia íntima de todo lo existente.
Quizás la pregunta más fuerte y oportuna a este respecto sería: ¿bajo qué circunstancias es posible que la máxima aspiración del conocimiento de Dios se dé en el no-conocimiento? Si ya es claro para nosotros bajo estas premisas en qué sentido no es posible acceder a Dios ni mediante el lenguaje discursivo ni por el entendimiento racional, los cuales en cierto punto se identifican como uno sólo, es necesario determinar qué tipo de papel juega la literatura mística (y muy particularmente aquí la Teología Mística del Areopagita) para la elevación del hombre hacia Dios; sigue permaneciendo obscuro el sentido sobre cómo o de qué manera opera esta nueva lógica del “conocimiento desconocido”, y qué tipo de conocimiento es, en el caso de que lo sea.
El conocimiento de Dios, en el Pseudo Dionisio, representa una integración, una especie de disolución en Él. Al quedar erradicada la conciencia subjetiva de la inteligibilidad, aquella estructura mental que contiene nuestra capacidad discursiva y reflexiva, así como de toda nuestra información contingente, las palabras se anulan, y los conceptos cada vez resultan más inadecuados, no por la imperfección del lenguaje per se o para hablar de las cosas en general, sino más bien para hablar de Dios, del origen, sentido y fin de todas las cosas: el manantial, el río, el mar.
Ante mayor simplificación, mayor inefabilidad: este axioma es usado, y con razón, a menudo para referirse a la experiencia mística. Cuesta trabajo encontrar algo más simplificado que un símbolo (quizás una línea, un punto, un destello), y no es extraño encontrarse con numerosas equiparaciones y alusiones mutuas entre el minimalismo y la divinidad, por citar algún ejemplo visual y metafórico que establezca un puente entre lo enteramente simple y lo sagrado. A la vez que por lo general suele ser una sola figura y en ciertos casos no pasa de conformarse por un par de trazos, un símbolo puede encerrar infinidad de conexiones experienciales, de posibles redes conceptuales con la realidad contingente y múltiple, de millones de individuos, de incontables panoramas, pues su naturaleza es religar la multiplicidad de lo individual, de lo subjetivo, bajo un estándar universal que lo ilustre, que lo represente. El solo hecho de colocar una cruz en un estandarte, bastó para mover a la acción y a la revuelta a incontables pueblos. Con sólo dibujar una esvástica en una bandera, es suficiente para enardecer una comunidad entera, para poner a favor o en contra a millones de personas entre sí.
Cuando hablamos de Dios, casi siempre hablamos en términos absolutos. Por ello, hablamos siempre de una complejidad absoluta, que es al mismo tiempo, la simplicidad absoluta: la paradoja de todas las paradojas. No se puede predicar nada de todo lo posiblemente predicable mediante una palabra, un enunciado, un tratado o cien de ellos. La inmediatez con la que se presenta la experiencia mística (que es experiencia conjunta de todo lo existente) no da margen a la reflexión: es pura experiencia, la más pura de ellas y la meta de todas, según Pseudo Dionisio. La Teología Mística según creo, no trata de transmitir a lenguaje humano (en forma de teoría filosófica o mejor dicho teológica) estas experiencias “trans-humanas”, sobrenaturales (pues está plenamente conciente de su incomunicabilidad), sino, bajo una especie de reductio ab absurdum discursiva, pretende llegar a un desapego del habla, a una renuncia de ella misma en relación con las cosas divinas, con el pantelos agnostos.
Todo su esfuerzo consiste en mediante símbolos o metáforas de lo inexpresable (en este sentido el lenguaje discursivo funciona también como un símbolo, como un esbozo de la totalidad de lo existente, si lo vislumbramos desde cierto ángulo), hacer conciente al lector de la limitación de esos símbolos y metáforas mismas, del lenguaje discursivo mismo, para hablar y referirse a Dios, a la médula de lo existente. Representa para mí, el mejor ejemplo del uso del lenguaje como método y artefacto para acceder a la pretendida esencia de las cosas, meta de la ontología pseudo dionisiaca según entiendo (la hyperousia divina), aunque diferenciable de la metafísica griega al reconocer la falibilidad y la contingencia de las categorías intelectuales y abstractas con las cuales se ha intentado fijar su naturaleza. Claro es ya que, una vez conseguido el objetivo, hay desprenderse de él, como se desprende uno de la escalera después de haberse servido de ella para subir a la terraza principal de un edificio. Y al desprenderse del útil por completo, no hay manera de retomarlo: no se puede hablar habiéndose desprendido del habla misma.
Es así como el lenguaje (si es que se puede hablar de uno) de lo divino aparece como el silencio: ese silencio contemplativo derivado de la experiencia mística que es nuestro objetivo estudiar aquí. La absoluta simplicidad (u obscuridad conceptual) transgrede al pensamiento mismo, reduce las ideas contingentes a cero y envuelve todo en un halo de vértigo de altísimos afanes en pos de la unificación máxima, de la radical integración con Dios. El tópico de la inefabilidad de la experiencia mística (unificación con Dios) como límite natural del lenguaje-pensamiento discursivo se sigue explotando a lo largo de casi toda la Teología Mística en el uso de múltiples metáforas y explicaciones contradictorias: “el rayo de tiniebla”, la nueva ciencia de la ignorancia”.
La vía negativa o de reducción de atributos absoluta que nos orilla a la pura simplicidad del concepto, a la pérdida absoluta de la contingencia y de la división sensible e inteligible en el terreno de la palabra, nos conduce hacia una pura nada o un puro todo, en donde todo subyace y en donde no se encuentra nada, todo esto englobado bajo una sola figura, un símbolo, el mayor y más abstracto de todos: Dios. El llegar a estos terrenos en donde la sensibilidad y la inteligibilidad no pueden acceder, representa la conjunción extrema (es decir, de extremos) en un mismo punto, a la cual hemos llegado gracias a la ciencia dialéctica de la complementación de los antagonismos absolutos (polarmente opuestos) que abre la vía negativa, en donde no sólo hay coincidencia entre ellos, sino una completa identificación, una coincidentia oppositorum, como se conociera el método predilecto de la ontología de Nicolás de Cusa, quien retomará el mismo problema muchos siglos después, perfeccionando su desarrollo, y en el cual reconoce a Pseudo Dionisio como su más grande maestro en estos temas. De allí surge el concepto místico-teológico de la Divina Tiniebla, de “las más negras tinieblas, fulgurantes de luz”.
Así como de la misma manera que para nosotros nos es imposible ver en la completa obscuridad o en la cegadora luminosidad, para Pseudo Dionisio nos es vedada la verdadera naturaleza de Dios dada nuestra condición finita y limitada, compuesta únicamente de alma y de cuerpo (psijé y soma de los griegos), de pensamiento y de extensión (Descartes), mismos que Spinoza hiciera famosos como los dos únicos atributos cognoscibles de Dios por nosotros, de los infinitos que posee: de un cuerpo que ve y de una mente que dirige el sentido de lo visto. Ver es establecer una diferenciación entre los objetos que se presentan en la inmediatez de nuestra sensibilidad (en ‘el mundo de lo dado’, como dijera Russell), y organizar esa contingencia sensible mediante nuestros parámetros lógicos ordenadores, inteligibles. Pero en la ceguera o en el deslumbramiento, todo ello se pierde, y no queda más que una suerte de intuición de lo existente: es claro que existimos, pero no sabemos cómo, cuándo, ni dónde lo hacemos.
En ese punto, la enseñanza y la instrucción (paideia) acerca de lo trascendental divino se dificulta hasta tal punto que resulta fútil incluso el intento de su representación. Y no es representable por que es experiencia inmediata de la divinidad, de la totalidad de la realidad o del ser puro: es una visión extática, del salir de sí mismo, de trascendencia de los límites del principio de individuación que nos permiten comprender y explicar las cosas, los hechos, lo acontecido. Encontramos entonces, según Pseudo Dionisio, en el éxtasis, un principio unificador con la divinidad, mediante el cual uno se extrae de sí mismo como individuo, como ente contingente y claramente diferenciado, únicamente para entrar en el terreno de lo indeterminado, de lo inefable. Mediante esta con-fusión en Dios se pasa, como ya hemos visto, del ámbito de lo comunicativo y lo racional a lo incomunicable, lo incomprensible, lo inaprensible, a partir de lo experiencial, y como consecuencia última directa en el ámbito pragmático trae la renuncia ulterior al mundo sensible e inteligible como fines y medios de vida, depositando todos sus afanes en y para la integración absoluta con Dios. El místico, al transgredir las propias redes impuestas naturalmente que cercaban su naturaleza individual y contingente, salta hacia el abismo de lo indeterminado, que al ser indeterminado, no tiene término, ni límites o barreras racionales que lo contengan, pero que a la vez constituye ya todo su centro, pues le resulta casi imposible el regresar a una realidad sesgada y parcial habiendo ya probado las mieles de lo absoluto, de lo total, de lo imperecedero.
De pronto pareciera que bajo el esquema de la Teología Mística de Pseudo Dionisio, toda las determinaciones que nos conforman como persona y como ser situado en el mundo, esto es, en un marco espacio-temporal de conciencia individualizada, representaran una especie de lastre, de obstáculo para alcanzar la unificación divina, “el divino rayo de tiniebla de la divina supraesencia”. Pues es sólo la pura renuncia al principio de individuación y la entrada al terreno de lo extático lo que nos permitirá alcanzar el propósito trazado dentro de este tipo de religiosidad, de mística en el más amplio sentido de la palabra, pues todo misterio en esencia es indescifrable, y por ende inexplicable. La pregunta siguiente es, ¿qué hace el místico una vez que ha experimentado una unificación parcial con Dios bajo los efectos de la experiencia mística, que regresa al mundo regido por los cánones lógicos de la espacio-temporalidad? La respuesta es, precisamente nos diría Pseudo Dionisio, que hace Teología Mística: realiza un tratado lógico y lingüístico (logos) de lo inefable y misterioso (alogos): un retorno a la teología pletórica de símbolos estableciendo ‘figuras, comparaciones y semejanzas’ (San Juan de la Cruz), una nueva ‘caída’ al pensamiento y al lenguaje que nos es común, lejanos y a la vez cercanos de la enosis y de la theosis neoplatónicas que el Areopagita readapta al cristianismo para poder abordar el problema de Dios .
Aparece como inevitable para aquel místico que esté empeñado en extraer paideia de lo inexplicable, expresarse en símbolos, bajo una teología místico-simbólica si se quiere, pero es claro que en el trasfondo de todo esto subyace el problema de la inefabilidad, que se identifica en último término con la trascendencia de lo sensible y de lo inteligible. Quizás por ello en muchos casos al místico le resulte más adecuado ser poeta que teórico, dado en último término, la poesía no son más que símbolos de lo existente, metáforas casi visuales henchidas de significados varios, y en donde la libertad del lenguaje para la expresión de lo inefable es mucho más amplia que en un tratado filosófico o científico sistemático, por ejemplo, pues nos parece que la poesía oculta y devela a la vez (Heidegger), perteneciendo a ese sutilísimo lenguaje de ‘correspondencias’ simbólicas entre las cosas (Baudelaire) que el logos teórico tiene menos capacidad de representar.
La naturaleza paradójica de este tipo de tratados, según creo, tiene un fin, aunque en un primer momento sólo parezcan una maraña de contrasentidos y de contradicciones estructurales dentro del plano lógico-analítico. Y ese fin, como ya hice explícito también, es demostrar la barreras que representa el lenguaje-pensamiento discursivo para experimentar esas otras realidades experienciales e inmediatas (finalmente parte de una sola, la trascendental) que se integran como parte innegable al interior de nuestra vida, y que, según Pseudo Dionisio, son mucho más trascendentes e importantes que las que pueda hilvanar nuestra lógica de las cosas o nuestros sistemas filosóficos ordenadores de la realidad.
Pareciera que Pseudo Dionisio realiza, a través de su Teología Mística, una especie de “desprecio de la palabra”, de “desdén de la lógica” en pos de lo trascendente, y en cierto sentido efectivamente lo hace. Pero desde un sentido más amplio, lo único que hace es, de manera siempre paradójica por medio de las armas de la palabra y de la lógica, marcar la pauta para el paso de lo racional a lo experiencial, de lo mediado a lo inmediato, de la potencia al acto, al acto puro, el más puro de todos según sus propios parámetros: la unión con Dios, la llegada a los terrenos de la supraesencia divina.
Desde esta panorámica mística-cristiana-occidental del silencio contemplativo, podemos identificar ya con más holgura la concepción del problema de la inefabilidad como incapacidad del lenguaje y del pensamiento ante la totalidad de la realidad, en este caso representada bajo la figura de Dios, el Uno inescrutable. La tradición poética religiosa de Occidente parece ser muy variada en este tipo de visiones de lo religioso aunado a lo filosófico en pos de un desprendimiento místico absoluto del logos a través del lirismo y la figuración paradójica, y que como vemos, no entra en franca contraposición con la serie de tratados y escritos que han intentado asentar las bases dogmáticas y conceptuales de las iglesias cristianas. Esta tendencia a la elaboración de teorías a favor de la limitación del lenguaje para expresar el ámbito divino ha venido, en influencia cuantiosa, de Oriente.

II.- El silencio contemplativo en el judaísmo: El Libro del Zohar
Ya Maimónides, en aquellos años de ebullición y de renovación de la filosofía y teologías judías (S. XII y XIII), en su Moréh Neboukhim, traducida a menudo como Guía de descarriados o Guía de los perplejos, opta por una vía negativa casi idéntica a la revisada en Pseudo Dionisio en relación con Dios y su última (y verdadera) naturaleza. Realizando una crítica a la concepción cristiana del misterio trinitario, y apuntando simultáneamente a una concepción puramente monoteísta, sin matices ni contradicciones de ningún tipo, prepara el camino para una deconstrucción de cualquier atributo positivo que pueda ser otorgado a la Deidad. En su Capítulo LVII, titulado No se pueden dar a Dios sino atributos negativos, queda claro lo aseverado desde el principio, apuntando entre otras ideas fundamentales la demarcación y utilidad de las negaciones atributivas, las cuales deben ser usadas paradójicamente en un cierto sentido positivo, pero contrario a las atribuciones positivas que puedan darse a Dios mediante el lenguaje natural, y aún el metafísico e incluso el religioso: estas negaciones deben ser consideradas como negaciones de una privación, esto es, de cualquier tipo de imperfección. En último término, es precisamente por que “De Él no alcanzamos sino que es, pero no lo que es”, por lo que resulta imposible predicar con corrección acerca de su esencia, de su simplísima y perfectísima quidditas. El mismo problema de la inefabilidad mística en el cristianismo hace su aparición aquí, ahora en territorios hebraicos. Justamente en este horizonte, y dentro de toda la renovación que hemos señalado anteriormente, tuvo lugar el surgimiento de la tradición religiosa llamada Kaballah o Cábala.
La Cábala, al igual que la teología cristiana que ayudara a construir Pseudo Dionisio por medio de sus trabajos, tiene como punto de partida o autoridad referencial a la Torah, los cinco primeros libros del Antiguo Testamento (el Pentateuco bíblico), razón por la cual es posible arribar también a conclusiones, si no idénticas, si demasiado similares respecto de la presencia del aquí llamado silencio contemplativo o de la inefabilidad ante la experiencia directa de Dios mediante ambos caminos, lo cual final y necesariamente conduce, según las dos, al límite de las capacidades lingüísticas y racionales del hombre, por ser todas las manifestaciones del Ser Supremo en su potencia infinita condensada en un solo lapso vivencial, por un mismo individuo, imposible de traducirlas. Además, el sincretismo filosófico y religioso de esos siglos presente en España y en otras partes de Europa tuvo un efecto decisivo para la formación del corpus cabalístico, encontrándose los primeros cabalistas dentro de un clima ampliamente heterogéneo y de un intercambio cultural muy intenso que se gestaba en aquel momento, en el que el proyecto ecuménico que después querrían llevar a su culminación personajes como Giovanni Pico de la Mirándola o Marcelo Ficino en el Renacimiento empezaba a tener sus primeros brotes, los cuales culminarían, como sabemos, en la cristalización de la cábala cristiana. Vestigios de neoplatonismo, de gnosticismo, y de otras religiones orientales mistéricas pueden encontrarse, si se es buen antropólogo de la religión, en los basamentos tanto del misticismo cristiano como en los de la mística judía.
Los cabalistas judíos no fueron ciegos ni sordos a esta serie de experiencias que se dio a lo largo de varias etapas históricas en numerosos territorios del globo, bajo el sino de diversas tradiciones religiosas. Muy al contrario, éste ha sido uno de los pueblos y tradiciones que con mayor fuerza y persistencia ha abrazado esta línea de pensamiento: la de la inefabilidad ante la presencia de Dios, del infinito origen, decurso y fin de todo lo existente.
El libro central del pensamiento cabalístico, el Zohar, cuya autoría es atribuida por Gershom Scholem a un místico hispanohebreo del siglo XIII, Moisés ben Shem Tov de León, mejor conocido como Moisés de León, está conformado por una serie de escritos en diversos estilos y formas de investigación tradicionales centrados en desentrañar, mediante una lectura más profunda y bajo distintos niveles de comprensión, la parte esotérica de los cinco primeros libros del Antiguo Testamento bíblico, la Torah judía. En este texto más que en ningún otro, es posible captar de manera omnímoda la quintaesencia de la doctrina cabalística, siendo éste el pilar autoritario del que derivan todos los demás.
Como bien se sabe, la peculiaridad del Zohar, a diferencia de la Torah, es la manera en la que son leídas, y por ende interpretadas, las Sagradas Escrituras: el punto de ruptura real es que la lectura cabalística es efectuada desde la experiencia insondable del místico. Esta primera escisión entre la cosmovisión del místico y del religioso ortodoxo ocupa gran parte de la atención y del estudio de los escritos del periodo intermedio de Scholem, llegando a la conclusión de que si bien el místico ciertamente rompe con la tradición religiosa establecida (ya voluntaria, ya involuntariamente), tampoco es este acto simbólico un rompimiento radical y definitivo con las instituciones eclesiásticas de su tiempo, las cuales le han de proporcionar, además, el material gráfico y literal con el que trabajará y del que extraerá su exégesis y su labor hermenéutica propia. Scholem no es ningún ingenuo, y tampoco ignora que toda interpretación mística y heterodoxa de las Sagradas Escrituras, termina por convertirse en algún momento histórico en canon instituido, como ocurre con la mayoría de las religiones. De hecho, pone bastante hincapié y detalle en la explicación de tal fenómeno social.
Es debido al amorfismo característico a la hora de la descripción de la experiencia mística (lo indescriptible de la misma, carente de formas definidas, de figuras, de contornos bien delineados), por el cual ha sido y sigue siendo posible la polivalencia de sus interpretaciones y la riqueza de su imaginario. Sin embargo, ya de entrada, todos estos intentos de expresar tal experiencia, son en el fondo, para el misticismo judío al igual que para el cristiano, experimentos fallidos. La naturaleza del encuentro divino bajo la óptica talmúdica es conflictiva: causa conflicto si se tienen en cuenta de manera simultánea las dos grandes vertientes de concepción de lo sagrado en el judaísmo, es decir, las seguidoras del Dios revelado (del que es posible hablar y predicar las cosas y aspectos más sublimes o terribles de Él, tan pasional y tan paternal como cualquier ser humano) y las seguidoras del Dios oculto (del que no es posible decir algo en lo absoluto sin temor a pervertir la esencia originaria del mismo, aquel que subyace “en las profundidades de su nada”): surge así el aparente enfrentamiento entre la versión exotérica de las Sagradas Escrituras, y la esotérica (i. e.: la cabalística).
Adentrándonos un poco más en el problema de la inefabilidad mística en relación con el pensamiento-lenguaje discursivo, bajo el contexto del pensamiento cabalístico judío, desde mi punto de vista, encuentra sus principales vertientes simbólicas en dos términos que se nutren el uno al otro en su dinámica, ambos con una importancia conceptual indiscutible en el campo de su estructura. Estos son En-sof y sefirot.
Una descripción y explicación de fondo del concepto En-sof siempre resulta insuficiente, dada su misma naturaleza, ya que, al igual que con el dilema pseudo-dionisíaco de no poder nombrar positivamente a Dios por sustraerlo de la verdadera supraesencia a la que el mismo lenguaje no ha podido acceder nunca, así mismo en la tradición mística judía se encara el problema de la concepción adecuada de Dios y de su doble representación: la del dios manifestado, el Dios antropomórfico, juez, redentor y castigador de las Sagradas Escrituras; y la del Dios escondido, oculto tras los velos de la inefabilidad: “la raíz de todas las raíces”, “la gran realidad”, “la unidad indiferenciada”, “el infinito” (es decir, lo En-sof: ‘lo sin final’, ‘lo que no acaba’).
Es pues, el En-sof, la determinación más empleada en el contexto cabalístico para referirse a aquella potencia inefable de la cual sólo podemos extraer “paráfrasis especulativas” por medio de formas lingüísticas y conceptuales, que en último término, al igual que sucedía con Pseudo Dionisio, resultaban esencialmente inadecuadas. Resalta también la concepción de la determinación de ese Dios impersonal como “el infinito”. Este “infinito”, el cual se contiene a sí mismo dentro de su infinitud, poseyendo también el fin creador por excelencia de su inagotable potencia, es necesario que salga de sí en orden de dar a luz lo que en sí mismo es desde su vertiente hacia el exterior: se convierte así en expresión pura de su ser. Es en ese punto precisamente en donde encaja a la perfección la teoría de las sefirot o de las emanaciones divinas, los atributos del En-sof en su despliegue hacia el mundo. En el proceso y decurso de la manifestación de Dios a través su creación, es como simultáneamente la crea, casi de la misma manera en que se despliega Lo Uno inefable por medio de sus variadas hipóstasis, en lenguaje neoplatónico, hasta su punto de regreso: he allí una de las mayores premisas en la que se fundamenta la cábala judía, con todo el espíritu de dinamismo poético y dialéctico que se quiera ver en él. Es así como se pasa de lo inefable e infinito, del En-sof, hacia lo manifestado en lo creado, en la Tierra, hacia las sefirot.
Entonces, el término sefirot se debe de entender dentro del lenguaje cabalístico como la esfera de las emanaciones divinas, en las cuales se despliega la fuerza creadora de Dios. A esta esfera siempre se accede indirectamente por vía de la intuición, y es descrita en lenguaje simbólico, ya que no es accesible de forma directa al espíritu humano. Comprende la variedad de los aspectos omnímodos del ser de Dios, o los diferentes grados del proceso de la emanación divina. De manera análoga, es posible contemplar este movimiento sagrado, desde una perspectiva personal, bajo dos planos distintos: el cosmológico y el lingüístico.
En el cosmológico, lo que se despliega desde el En-sof no es otra cosa que la Creación misma, con todas sus infinitas determinaciones, fenómenos y acontecimientos que ésta implica, manifestándose a través de escalas o de gradaciones que a su vez va percibiendo y aprehendiendo el intelecto humano, este despliegue sefirótico en inacabable curso. En el lingüístico (y sobre todo en lo gráfico: habría que ver los extensos mapas y las complicadas ilustraciones cabalísticas que intentan representar este tipo de ontología), que es un reflejo metafórico del primero, lo inefable o impredicable, lo imposible de traducir al lenguaje ordinario, aparece, paradójicamente, en forma de caracteres sagrados, de escrituras que representan en sí mismas la emanación concentrada de lo divino hacia lo humano. La dialéctica creadora y de ocultamiento simultáneas se da de igual manera en ambas dimensiones, tanto en la cosmológica como en la lingüística, apareciendo esta distinción en último término desde el centro mismo de lo infinito como meramente provisional, e incluso artificial en su profundidad
El En-sof, situándose a sí mismo como aquella raíz de lo impredicable, contiene dentro de su aspecto simbólico, tan tradicional dentro del sentido esotérico de la Cábala, la noción de Dios, que, como ya hemos visto, no sólo representa al dios personal monoteísta encarnado por Jehová o Yahvé dentro de las Sagradas Escrituras en una lectura literal de las mismas, sino a la totalidad de la existencia misma, siendo trascendente de manera misteriosa aún a esta misma, moviéndose en su constante ambivalencia entre el ser y el no-ser: ese punto en el que Dios se mira a sí mismo en la creación del mundo a partir de la misteriosa separación de sí (tsimtsum), y en el que “Dios está en el mundo, pero el mundo no es el lugar de Dios”. Toda la creación está interpelada, penetrada por Dios, inmanente y trascendente por igual, y encarnado en el símbolo del En-sof, manifestándose en el mundo fenoménico y contingente bajo el múltiple despliegue de las sefirot, de las emanaciones divinas cuyas esferas comprenden los caracteres más esenciales de lo creado. Pese a todo este complicado proceso, la esencia de lo divino sigue intocada, pues Dios sigue siendo Ein, ‘nada’, una completa ausencia de parámetros espaciales y temporales, al igual que en la teología negativa de Maimónides.
La fórmula medieval del cortex-nucleus, de esa nuez del conocimiento que hay que ir pelando y quitándole la cáscara de manera paulatina para llegar al fruto verdadero, tiene su origen en este tipo de lecturas cabalísticas, en las que, según Moisés de León, no hay dos sino cuatro niveles de interpretación de las Escrituras (el literal, el agádico o narrativo, el filosófico o alegórico, y el teosófico o misterioso), siendo el relacionado con el silencio contemplativo el último y el más importante, el fundamental. Si tomamos a las sefirot, e incluso al propio En-sof como derivaciones simbólicas de realidades que trascienden el esquema de aprehensión racional entera, resulta mucho más pertinente la inserción de nuestra teoría de la inefabilidad en estos términos. Como hemos visto ya, el mismo pensamiento-lenguaje discursivo crea y funciona con base en interpretaciones parciales de la realidad, esto es, en algún sentido, que representa una especie de simbolismo de las partes en que nosotros percibimos la totalidad de lo existente, cuyo ordenamiento sintáctico más no semántico varía, al igual que en la Cábala, dependiendo del contexto y de la tradición de donde sea originario, y en donde haya tenido lugar sus movimientos de reestructuración y de sincretismo inminentes por los que pasa cualquier idioma o forma discursiva de comunicación.
Tenemos entonces que, en el misticismo judío, el problema de la inefabilidad aparece, al menos en su aspecto primordial, como un desacoplamiento comunicativo entre las realidades divina y humana. Las concentraciones energéticas que se despliegan bajo la forma de los caracteres sagrados de la Torah, por ser despliegues directos del En-sof, poseen a sí mismo esa impenetrabilidad lingüística-racional que le ha caracterizado por naturaleza. Es así que, paradójicamente, no sólo se habla de la inefabilidad frente al En-sof como forma abstracta de representación humana de lo sagrado, sino también de un cierto grado de impredicabilidad acerca de las manifestaciones mismas, más originarias, de esta suprema realidad: su propio lenguaje in-expresado. Es por esta razón también que los nombres divinos en la Cábala no son considerados como una simple nomenclatura establecida por convención, sino como verdaderos códigos de concentraciones de energías específicas, con resultados muy particulares. Si tomamos en cuenta lo anterior, nos topamos con la peculiaridad que posee la concepción del lenguaje para el místico judío: no sólo es la forma de comunicación por excelencia de la que se sirve el ser humano para interrelacionarse con los que le rodean bajo su contexto histórico-social; no sólo establece horizontes de sentido (Gadamer) ni sólo representa la casa del ser (Heidegger), sino además representa de manera potentísima la encarnación de lo sagrado, la imagen misma de Dios a través de Su palabra.
Dios, como potencia absoluta de toda acción y de todo significado, se hace presente y manifiesto a ojos humanos a través de la concreción de imágenes y símbolos (letras-número), los cuales, reflejan vagamente los prototipos de todo ser, las formas previas de cada entidad antes de materializarse, de manera muy similar que en la teoría de las ideas de Platón. Según esta creencia, es a través del lenguaje (ya simbólico, lingüístico, numérico e incluso mágico) que es posible la recuperación y catalogación en distintos conglomerados de la naturaleza vinculante de todos los entes dentro de las diez sefirot de la Cábala judía, para que, a través de su interrelación y de su racionalización por medio de nuestros procesos mentales, sea asimilada y comprendida de una vez por todas, ya no como mero conocimiento discursivo o letra muerta, sino como una vivencia energética o una experiencia sagrada de estos fundamentos de nuestra estructura ontológica, en el más amplio sentido de la palabra.
La noción de simbolismo es fundamental para la comprensión adecuada del trasfondo inherente a la Cábala judía. Sin ésta, no podríamos acceder siquiera a concepciones fundamentales al interior del corpus cabalístico como la del nombre de Dios o del lugar del hombre mismo en el Universo. El Zohar asalta constantemente al pensamiento con figuras metafóricas mediante las cuales es posible comprender de manera parcial el sentido de muchas de las enseñanzas esotéricas de la mística hebraica, pues la noción del símbolo es, al mismo tiempo, correlato simultáneo de la revelación y ocultamiento del significado más profundo de la Creación misma. Suele concebirse a menudo incluso, por una parte importante del genuino esoterismo judaico la interpretación de la totalidad de la Torah como una serie de imágenes metafóricas que sólo tienen valor a la luz de una interpretación cabalística. Esta suerte de hermetismo doctrinal hace pensar que la estructuración de la teoría cabalística no resulta inadecuada desde el punto de vista del imaginario en el que se instala; y que, más aún, no sólo viene determinada por él, sino por diversas influencias externas que nutren y alteran las propias lecturas posteriores de lo que la experiencia mística realmente representa
Esta serie de metáforas, o como Scholem las llama, ‘representaciones simbólicas’ acerca de las realidades sagradas trascendentes a la condición humana, son trasplantadas hacia un nuevo plano, el de la tradición, en donde estas simbolizaciones pasan a ser imágenes mitificantes, encaminadas a la explicación, siempre sesgada pero entusiasta, de esta realidad última, de Dios mismo. Al respecto de estas manifestaciones simbólicas dentro de este contexto, no representa ninguna novedad que el conocimiento místico de la Cábala misma, así como la mayoría del trasfondo semántico de estos fenómenos en otras tradiciones, no han de comunicarse de manera directa, sino simbólica y metafórica.
Esta naturaleza informe o amorfa, y en últimos términos, inefable (en tanto manifestación o experiencia pura) de esta realidad, constituye el punto de partida para su transformación (evolución, si se quiere) hacia el mito, hacia la metáfora simbólica de significados implícitos, ocultos: el locus mismo de la leyenda y de lo mitológico. Lo que Scholem hace notar, es que incluso, y de hecho, las hipótesis acerca del estatuto último de lo real (tema compartido tanto por la filosofía como por la mística), mismas que vienen respaldadas por tradiciones filosóficas, encuentran en la experiencia mística una “sorpresiva” correspondencia, precisamente por ser éstas, las hipótesis, distintas manifestaciones (en este caso percepciones individuales, interpretaciones si se quiere) de la realidad última, decantadas necesariamente hacia el proceso de la diferenciación en el mundo fenoménico o inmanente, territorio de la contingencia y de la divergencia. Las sefirot, como ya vimos, conforman la representación múltiple de esta expansión divina, la decantación hacia su creación; y el sentido más llano, no representan sino símbolos particulares (al igual que las hipótesis teóricas de las tradiciones filosóficas y teológicas) de lo divino, de Dios mismo. El lenguaje aquí, como en la poesía, es también imagen, símbolo: la luz, la obscuridad, el nombre, la palabra, el árbol, etc.
Estos simbolismos, estas nuevas maneras de reinterpretación de las múltiples manifestaciones de la realidad última, adquieren en la tradición cabalística, la forma del árbol-sefirot, de las diez esferas místicas representantes de las fuerzas creadoras. Pero no sólo se restringe la ‘metaforización’ hasta ese plano en la tradición cabalística. Se elaboran comparaciones míticas, narrativas e imaginativas, dentro de las que tienen cabida variedad de leyendas y de ejemplos basados en la ficción histórica, ya extraídas de las escrituras mismas y reinterpretadas, ya creadas en los mismos textos cabalísticos. La herramienta de la metáfora narrativa para el intento de comunicación de lo incomunicable, es empleada por los cabalistas, quizás por la misma razón de las otras tradiciones, es decir, por ser un vehículo más óptimo del lenguaje, el cual pueda transmitir por medio de imágenes arquetípicas un mayor rango de amplitud semántica y de empatía afectiva aun número mayor de creyentes. De esta adecuación de lo imaginario hacia lo real es como nace, por ejemplo, la metáfora cabalística del Resit, la primera palabra creada en el comienzo de los tiempos de las diez de las que está hecha el Universo, imagen llena de indeterminación, de neblina conceptual, de paradojas y de imprecisiones descriptivas, tanto en su narración como en su intento de explicación desarrollado en el Zohar.
Al igual que en el caso del En-sof, el Resit despliega, desde la forma unilateral de la primera palabra que ha sido creada, todas las otras nueve fundamentales (las sefirot), y posteriormente, de la potencia creadora de éstas, la creación misma, todo en ese orden de aparición, o más bien debería decir, de desarrollo o de despliegue. La primera letra del universo, el fonema más originario y primigenio del que podemos tener conciencia, paradójicamente pero de manera completamente coherente con su planteamiento teológico, es impronunciable: representa la exclamación muda y sagrada del Aleph, el símbolo por excelencia de la mística judía.
Dentro de este marco, el Aleph, representante de la décima de las sefirot, aparece como el comienzo de cualquier manifestación lingüística, como un simple ‘espíritu del sonido’, como un cuasi silencio físico, metáfora y símbolo del aliento primigenio con el que fue creado el mundo a través de la palabra divina, y también desde luego, el origen de la palabra misma a partir de nuestro cuerpo, desde el fondo de nuestra garganta. Pese a no contener desde un punto de vista pragmático ningún significado en sí misma, potencialmente, contiene ya dentro de sí todo lo que se ha dicho, lo que se dice y lo que se pueda decir de manera absoluta.
El Aleph, símbolo por excelencia del silencio de frente a lo divino y a su vez, del nacimiento de la palabra universal, de su poiesis misma, encaja aquí de manera perfecta como una metáfora condensada y resumida de nuestro silencio contemplativo en relación con el estudio del misticismo judío. Representa también un punto medio entre una visión del silencio como límite absoluto del pensamiento-lenguaje discursivo, y del habla propiamente dicha, del logos como dialéctica, como despliegue operacional lógico-lingüístico de nuestras capacidades interpretativas humanas, es decir, del inicio absoluto y siempre renovado de nuestra habla y de nuestra escritura, de nuestra capacidad misma de comunicación.

III.- El silencio contemplativo en el hinduismo: Los Upanisad
Es más o menos consensuada la opinión de que una de las características principales del pensamiento filosófico de la India es que, dentro de la gran mayoría de las corrientes y escuelas que lo conforman como un holon o un todo articulado y heterogéneo en su unidad orgánica, no podría establecerse con completo éxito una oposición tajante o alguna contradicción estructural decisiva entre religión y filosofía, como sería el caso, por ejemplo, en buena parte de la tradición filosófica y científica de Occidente, sobre todo a partir de la influencia decisiva en nuestra cultura académica de corrientes decimonónicas como el positivismo y el materialismo dialéctico. La filosofía en la India tradicional suele ser tan sólo, en la mayoría de los casos, un método o modo alternativo con viras muy claras hacia la realización individual y el despliegue de la divinidad en el ser humano, aledaño y complementario de sus creencias muy peculiares y sus hábitos devocionales, ambiciosos ambos de penetrar aquellas realidades más originarias y más trascendentales de las que el hombre, ya como especie, ya como individuo, puede tener alcance desde su finitud y falibilidad. A fin de cuentas, la filosofía resulta determinada desde este punto de vista como una vía de redención, caracterizada por el conocimiento y la erudición escriturales y la reflexión abstracta que de ellas se desprende, conocida normalmente en el imaginario hinduista como jñana yoga. Bajo este panorama, la especulación y la reflexión filosóficas en la forma de este jñana yoga, funcionan indudablemente para algunos espíritus, como piezas necesarias para una correcta comprensión y posterior experiencia de lo sagrado en su plenitud. Una división tajante entre filosofía y religión, resultaría bajo estos términos, insatisfactoriamente artificial.
El abanico polícromo y multiforme de las tradiciones religioso-filosóficas de la India es tan extenso y complejo, que una sola visión de conjunto resulta francamente abrumadora. Muchos de los detalles específicos de los cultos y doctrinas de cada región del territorio hindú, y de cada una de sus etapas históricas, nos hace recurrir a excusarnos tras una esquematización reduccionista declarada ya de antemano acerca del uso del término restringido y puramente taxonómico de pensamiento filosófico de la India, así como de la de misticismo hindú. En este trabajo, al tratar de hablar del pensamiento filosófico de la India, o del misticismo hindú, nos referiremos únicamente a una determinación canónica e instrumental que tradicionalmente ha sido bautizada como hinduismo, y que tiene en común desde nuestro punto de vista, el postulado de la no-dualidad del ser (advaita), o de la experiencia unitaria de la existencia a través de la entrada en la Realidad Última: el locus de lo sagrado y de la mística misma.
La acuciante preocupación por el desarrollo intelectual sobre el fundamento ontológico de lo real para algunas filosofías de Occidente, completamente coherente con su estructura teórica y sistemática, resulta en el caso de la filosofía-religión hinduista, un elemento prescindible en muchos casos, y muy a menudo estorboso para los propósitos de la tradición mística en concreto. Como venimos diciendo, otra de las principales características de las señaladas diferencias entre nuestra tradición occidental filosófica y la místico-filosófica de La India, resulta ser la relevancia de la noción de experiencia en esta última, la cual aparece a menudo como trascendente aún al centro mismo de la especulación metafísica universal, en la pregunta por el fundamento ontológico de todo lo que es, con ecos tan griegos en nuestros oídos (aunque no hay que olvidar que, tanto la cultura helénica como la védica descienden de un tronco común, del árbol indoeuropeo, y que muchos aspectos de su filosofía, así como de su lenguaje y de sus ‘cultos mistéricos’, son sorprendentemente similares).
Apuntando ya desde ahora hacia nuestro principal propósito (es decir, el de desentrañar la esencia del silencio contemplativo al interior de la mística hindú), en la mayoría de estas doctrinas, la figura del silencio como vía de acceso a la contemplación es fundamental dentro de la práctica religiosa, funcionando como propedéutica para la contemplación mística o sagrada de manera imprescindible. Podría concebirse tal vez como una especie de condición de posibilidad para una cierta ascesis del alma y una gradual penetración en la experiencia del ser, posibilitada a través de prácticas y de ejercicios de meditación y del estudio cuidadoso de las sagradas escrituras y de sus comentarios en completo silencio. Lo anterior se puede corroborar con estos pequeños versos extraídos de los Upanisad:
“Es necesario combinar
la atenta práctica del Yoga con la enunciación de la sílaba OM
aunque el silencio produce, de hecho,
un beneficio mucho mayor ya que, cuando se está en completo silencio
no se busca el aniquilamiento
y es al Ser a lo que se apunta.”
Amrtabindu Upanisad
“Se debe comenzar el Yoga meditando en la sílaba santa OM y, sin la silaba, continuarle. Por la toma de conciencia en silencio se alcanza el Ser y el No-Ser”.
Brahmabindu Upanisad
¿Es menester entender en este punto la noción de inefabilidad mística de la misma manera como la hemos venido entendiendo durante el decurso de las exposiciones pasadas sobre el silencio contemplativo? ¿Qué es lo que varía? ¿Qué es lo que se preserva? Es pues, en el hinduismo, ya de entrada, el silencio contemplativo una etapa de la experiencia humana privilegiada por encima del pensamiento-lenguaje discursivo o manifiesto para acceder a la cuna de la perfecta divinización, del encuentro del límite de lo humano y del comienzo de la experiencia de lo sagrado, o bien de la convergencia y de la disolución categorial entre ambos. El paso del puro silencio discursivo (dialéctico) al del cese de las capacidades lingüístico-racionales del hombre en la entrada de la experiencia mística (contemplativo) se da en este caso, entre otros factores de importancia, a través del ejercicio del yoga, conjunto de disciplinas teóricas y prácticas derivado directamente del concepto de la milenaria y fundamental tradición literario-filosófico-religiosa impresa en los Vedas, la cual involucra casi todos los aspectos formales de una ascética redentora del hombre, ya en su aspecto devocional, en el especulativo, en el de renuncia al mundo material, o en cualquiera de sus determinaciones previamente establecidas por sus cánones regulativos. El silencio aquí también es, como hemos venido recalcando, tanto vehículo (dialéctico) como consecuencia (contemplativo) de semejante vivencia.
No obstante, no resulta tan fácil, debido a la ambivalencia del valor del pensamiento-lenguaje discursivo dentro del misticismo hindú, designar cuál es el real valor del silencio en contraste con la palabra escrita o hablada, aunque creo que más bien son términos separados que funcionan de manera distinta dependiendo el momento en el que sean empleados, y que cada uno posee un valor específico dentro de la esfera en la que actúa, es decir, en el culto devocional, en la meditación ascética o un ejercicio intelectual más emparentado con la erudición teológica, respectivamente. Los extremos se tocan constantemente. No deja de sorprender que el nombre de las cosas y su forma (mental o lingüística, diríamos), nâma y rûpa, resultan por lo general una especie de impedimento para acceder a estados más elevados de conciencia, siendo éstas modalidades epistemológicas inferiores, emparentadas con tamas, o la cualidad (guna) más representativa de la ignorancia burda de lo material; y que, por otro lado, el poder cuasi mágico de los cantos sagrados (mantras), su ritmo y su tesitura implacables que conducen hacia el trance, y sobre todo el valor que los antiguos preceptores del Vedanta otorgaban a sus textos revelados, escritos en la lengua cuasi divina del sánscrito, en la que cada palabra y letra (de manera similar a la visión cabalística de la Torah) era simplemente inalterable, nos deje entrever la alta valía del pensamiento-lenguaje discursivo para las prácticas religiosas y ascéticas de La India.
La característica principal de la enseñanza védica, desde una visión omniabarcante y sumamente sintética, es, según nos parece, su concepción de la existencia desde la óptica de la no-dualidad, trascendiendo al Dios personalista tradicional del hinduismo ritualista hacia una visión impersonalista y abstracta de la divinidad, la cual no puede ser “aprehendida” en última instancia ni por la mente ni por la palabra, y sí en cambio “intuida” a través de la experiencia mística, locus de nuestro silencio contemplativo.
Esta concepción acerca de la unidad indiferenciada de la Realidad Última y de la incapacidad de captación del Absoluto de manera natural por medio de la categorización racional-lingüística representa uno de los tópicos clásicos y más importantes en la literatura y la liturgia hinduista desde la cosmovisión advaita. Sin duda alguna, esta noción de inefabilidad primigenia que se presenta en la relatoría mística del silencio contemplativo posee ecos claramente védicos, sobre todo vista desde el aspecto de una cosmogonía dualista del absoluto indeterminado, “Ese Uno” (tad ekam) que no es Ser ni No-Ser, el origen universal mismo. El primero de los conceptos capitales que impregnan lo largo y ancho de las páginas del Vedanta, en especial de algunos Upanisad, el cual nos parece imprescindible para penetrar la lógica y el desenvolvimiento teórico y doctrinal de las escrituras, es la identificación ontológica clásica entre âtman y Brahman: entre el alma individual y el Alma Universal, entre la conciencia del hombre particular y la supra-conciencia del Absoluto.
Además de esta primera identificación no-dual en la ontología religiosa upanisádica, se hace presente en esta misma un segundo no-dualismo igualmente paradójico y complementario, de la misma preponderancia y necesaridad para su comprensión adecuada: la manifestación de la Realidad Última bajo dos formas o modalidades muy distintas, pero en esencia, desdoblamientos dialécticos la una de la otra en reciprocidad: la personal o teísta y la impersonal o absolutista. Esto significa que bajo una de ellas, esta Realidad Última es presentada bajo la figura de un Dios o personaje supremo que rige todo lo existente, creador y señor de todos los mundos; y en la otra, el Todo es visto como precisamente lo que representa: lo Absoluto o la totalidad de lo existente, el fundamento abstracto en el cual se comprenden las contingentes manifestaciones de la existencia, siempre bajo la consigna de la Unidad Trascendental o de la Unidad en la Multiplicidad: la Realidad como un Uno Absoluto e inmutable en sus mutaciones. Es la distinción del Vedanta entre la visión cósmica del Absoluto (saprapanca), y la visión no-cósmica del mismo (nisprapanca).
Esta cosmovisión no-dualista de la realidad tan cara y medular al canon ortodoxo hinduista, desencadena casi de manera natural, desde nuestro punto de vista, en dos de sus consecuencias más radicales, y sin embargo, más complejas y polivalentes: la desaparición de la conciencia subjetiva (o de la dicotomía epistemológica sujeto-objeto), que en este caso se enunciará como la disolución del conocedor en Lo Conocido; y la aparente imposibilidad del conocimiento de la Realidad Última, es decir, una suerte de pesimismo epistemológico: si no es posible hablar de Ello, tampoco es posible conocerle. En realidad, tanto la desaparición de la conciencia subjetiva (suspensión del principium individuationis) como el pesimismo epistemológico resultado de ésta, forman parte de la misma idea, ya que ambas eliminan por completo la eficiencia de la capacidad racional y lingüística de aprehensión de la realidad como un todo ilimitado, sólo que se realiza en diferentes niveles.
En el estado de samadhi asamprajñata, o de ‘meditación profunda supraconsciente’, por ejemplo, las dicotomías categoriales de sujeto-objeto desaparecen en orden de la fusión e integración total con la Realidad Última, en una disolución categorial en el Absoluto, por lo que cualquier tipo de diferenciación concepto-perceptual carecería de sentido: se ha llegado ya al punto en donde ya no existe “tal o cual cosa”. Se ha cesado de pensar y de percibir en términos dicotómicos, y por ende, de hablar de “algo”, de comunicar “algo”: el cese de una posible epistemología positiva va de la mano con el cese de una posible lingüisticidad de lo experimentado. Todos estos movimientos, como hemos visto, son típicos de la mística universal y de su literatura descriptiva respecto de su fenómeno experiencial. La sección sexta del Katha Upanisad, por ejemplo, es muy clara en dejar entrever, mediante imágenes varias, la naturaleza trascendente e inaccesible a nuestras categorías perceptivas e intelectuales de Brahman, aquel que se le percibe y se le conoce solamente diciendo ‘Él es’, o sea, mediante la experiencia directa de la divinidad.
La mística filosófica expuesta en los Upanisad es ante todo, una relatoría teórica de la experiencia de Dios, de aquella experiencia que llena y desborda el contenido de las palabras, de las doctrinas, de las tradiciones místicas mismas: es la inmediatez epistemológica del anumana, es la anubhava de Sankara, esa experiencia intuitiva de la que han de partir todos los documentos de la mística hindú para a tratar de delimitar simbólicamente esta misma experiencia por mediación del pensamiento-lenguaje discursivo, a modo de modesto señalamiento por el camino empedrado de lo inexpresable en su plenitud.
Desde la óptica upanisádica que hemos venido exponiendo en relación con la divinidad, y tomando en cuenta los puntos anteriores a los que nos hemos referido, resulta más certero aproximarse lingüística y descriptivamente a lo inaprehensible por excelencia mediante la abstención completa de añadidura de atributos, es decir, desproveyéndolo de ellos hasta dejarlo, diciéndolo de alguna manera, desnudo conceptualmente, desposeído de toda enunciación y catalogación posible. Es muy fácil observar la relación que sostiene este juicio con la llamada vía negativa, apofántica o de negación de atributos lingüísticos al ser supremo, tan cara a Pseudo Dionisio el Areopagita, a Maimónides y a no sé cuantos místicos más, tanto en La India como alrededor del mundo: responde de manera más satisfactoria a aquello que, según el Brhadaranyaka Upanisad y el Kausitaki Upanisad, “no es ni burdo ni sutil, ni pequeño ni grande, no es rojo, ni adhesivo, ni obscuro ni luminoso”, eso que “no es ni aire ni espacio, ni asiento, ni sabor, ni aroma, ni ojos, ni oídos, ni habla” y que no tiene “ni mente, ni luz, ni aliento, ni boca, ni medida, ni exterior ni interior”.
Esta tendencia a negar y a anular las posibilidades de enunciación de la supraesencia divina en la tradición mística hindú es bastante generalizada, apareciendo como una clara muestra de la manera en que opera también aquí el silencio contemplativo mediante este mecanismo: ante la imposibilidad de nombrar de manera precisa lo que por esencia y paradójicamente por definición es inefable, queda en suspenso la posibilidad de una penetración de orden racional y lingüística en su interior, a la médula vivencial de esta intuición mística de la totalidad de lo existente: lo Absoluto o Dios, dependiendo de la óptica desde la que se vea, la personalista o la impersonalista. La vinculación del silencio contemplativo con la vía negativa y las capacidades expresivas del hombre se hace de inmediato patente en varios de los escritos y estudios védicos posteriores como la manera de manifestación más pura de la Última Realidad. Bâhva calla ante la acuciante petición de Vâshkalia de enseñarle a penetrar dentro del conocimiento de Brahman en un pasaje del Brahma Sûtra Bhâshya, en el que éste último desespera ante el silencio del maestro, hasta que nos enteramos que es precisamente esa forma de enseñanza la más adecuada para conocer al Ser Supremo, el no decir nada, pues “El Ser es silencio”.
Las analectas y los diálogos maestro-alumno funcionan en los Upanisad como las vías positivas mediante las cuales el neófito puede acceder hacia el comienzo de este tipo de sapiencia espiritual. Pero aquí, como a lo largo de los Upanisad, el pensamiento-lenguaje discursivo sólo funciona como un puente entre el âtman personal e individual de cada practicante o interesado y Brahman mismo. Una vez llegado a territorio experiencial, el habla y la mente deben ser disueltas para dar paso a esa experiencia total del Ser, y la anterior dicotomía entre universal y particular debe ser desechada de manera espontánea, si tal experiencia es verdaderamente genuina. Allí aparece, de inmediato y como ya nos es familiar, nuestro llamado silencio contemplativo: la imposibilidad de comunicación de la experiencia mística con toda su plenitud. El Ser, que en su esencia más íntima y más fundamental, es silencio.
Esta vía negativa, entendida bajo la tradicional fórmula del brahmanismo “neti, neti” (“no es esto, no es lo otro”) es quizás el representante de la forma más adecuada, en cuanto al pensamiento-lenguaje discursivo se refiere, de abordar el encuentro humano (vivencial e inexpresable) con la Realidad Última según los Upanisad, teniendo de por medio la experiencia mística, el encuentro directo con el Señor. El desconcertante camino de la negación de atributos, esta especie de nada conceptual, aparece aquí como el mayor ejemplo representativo del silencio contemplativo que podemos encontrar al interior de las mismas. Una modalidad de silencio que, aunque parezca lo contrario, no se encuentra en guerra ni en franca oposición con la palabra, con el habla y con la escritura, sino que más bien nos hace penetrar en la representación imaginaria de una condición experiencial en la que, de acuerdo con los místicos, podemos prescindir de toda descripción y de todo esfuerzo por tratar de cruzar límites y barreras que no son posibles de franquear por nosotros. Una vez cruzado el río, ¿para qué necesitamos la barca?

IV.- El silencio contemplativo en el taoísmo: Laozi y Zhuangzi
Bajo una generalización a veces burda pero en otros casos suficientemente consistente, las comúnmente llamadas “filosofías orientales” han tenido fama de ser reconocidas como filosofías, más que del logos, del alogos, del silencio o del ‘no-discurso’. Como ya dijimos, no sabemos en realidad hasta qué punto la anterior afirmación resulte generalizable, pero es ciertamente distinguible entre una tradición filosófica y la otra (la oriental y la occidental), el valor del no-hablar, de la inefabilidad como manifestación frente a lo trascendente, a lo sagrado, y en el caso del taoísmo, más precisamente, a lo insondable. Aunado a estas consideraciones preliminares, debemos de tener en mente la peculiaridad sintáctica y semántica del lenguaje chino a lo largo de nuestro recorrido; mismo que, basado en ideogramas y en una estructura lingüística-racional bastante distinta de la nuestra, y dispuesto a partir de una reconfiguración categorial a la que estamos acostumbrados, ha de permitirnos, en la medida de nuestras capacidades, abrir nuestro pensamiento hacia nuevos horizontes de concepción de la inefabilidad mística que hemos venido estudiando.
En el cúmulo de fenómenos socio-culturales e históricos que se pueden englobar bajo la determinación de la llamada “tradición ancestral del pensamiento chino”, al parecer la noción de experiencia mística no se abordaba tal y como se realizaría desde otros tipos de místicas emparentadas con un Dios personal, en la que semejante vivencia representaba la participación directa de este Ser Supremo, único y todopoderoso. Había pues, al parecer en el substrato mismo de sus usos y costumbres, un origen religioso-filosófico que se podría llamar “chamánico” o “mágico” (en el que venían implicados ritos, ceremonias y demás detalles etnológicos que sería demasiado complicado explicar aquí), mismo de donde emergerían múltiples movimientos y cosmovisiones, entre ellos, el del taoísmo, que si bien aboga por una cierta concepción de lo absoluto originario, dista muchísimo de parecerse a concepciones místicas mucho más personalistas, tan peculiares de las religiones monoteístas o henoteístas.
Estos movimientos religiosos politeístas y “primitivos”, aparentemente, sirvieron como la cuna de lo que después se desarrollaría como una doctrina de carácter abstracto y aforístico, bastante sui generis, atea y sumamente flexible. Tomando la anterior tesis como buena, la mística taoísta nacería genuinamente de una experiencia de la realidad no-ordinaria, “suprasensible” de la esencia de lo existente. Lo interesante de esta visión de origen “mágico-ritual” (mitopoyética: de visiones individuales extático-arquetípicas que son traducidas post-experiencialmente a símbolos lingüísticos) acerca del fenómeno del taoísmo, es que intenta remitir el origen de esta corriente de pensamiento hacia los terrenos de la vivencia individual de la totalidad sagrada, propiciando una lectura desde una posible experiencia mística, aludiendo incluso al pretendido balance entre chamanismo y humanismo que debió de haber poseído la estirpe especulativa y teórica taoísta.
El pensamiento taoísta chino, desde un particular punto de vista, resulta una doctrina integrada por una coherencia discursiva bastante especial, ya que, aunque elaborada a partir de ideas o de estatutos muy característicos y propios de ella misma, al mismo tiempo, aparece a menudo como completamente flexible y adaptable dentro de la mayoría de las circunstancias y reflexiones filosóficas que pueda tener lugar en cualquier experiencia humana de este tipo; es precisamente su flexibilidad, adaptación y tolerancia a las formas de pensamiento ajenas a ella por medio de la espontaneidad emergente del individuo, aunado a una compresión casi anti-dogmática de los fenómenos religiosos y filosóficos (resultado del entendimiento de la función específica de todas ellas en el universo), uno de los sellos característicos dentro de su “estructura”, si es que podemos llamarle de esa manera.
La admiración y perseverancia en la ideas de blandura, de humildad y de superación de las dicotomías morales y éticas dieron lugar a este tipo de tolerancia y de omniabarcabilidad que posee el Daojiá (La Escuela del Dao, o Tao), y muy posiblemente constituya la principal razón de su perduración en los agrestes y dogmáticos territorios de la ideología china, a menudo atacados por amenazantes “limpias” históricas de la cultura y de la religión como la sucedida durante la unificación china por parte de la dinastía Qin, o más recientemente, en el gobierno comunista de MaoZedong. Como ya casi todos sabemos, el texto canónico, pedestal de la doctrina filosófica y religiosa taoísta en la actualidad es el Dao de jing, atribuido a la mítica figura del pensador Laozi, y al que precisamente por razones prácticas e históricas se le suele denominar simplemente con el nombre de su legendario autor, es decir, como el Laozi: huelga decir, pues, que representa sin ninguna objeción el paradigma más grande y evidente de lo que se podría englobar como taoísmo o daoísmo en forma de expresión escrita, de condensación discursiva.
Pese a ser uno de los textos fundamentales en los que la tradición taoísta o daoísta se recarga y se regocija, cualquier pretensión de revelación o de conversión redentora, en el Laozi aparece como vana y artificial, generada por intereses externos de dominación y disciplina propia de cualquier religión. Resulta ser más bien un canon que un instrumento de adoctrinamiento, al menos en su estado originario. La preservación de la palabra al momento de enfrentarse con esto “natural” (el dao o curso de las cosas) y la casi completa imposibilidad de enunciarlo o de exponerlo discursivamente es capital en el desarrollo de la doctrina taoísta propugnada en el Laozi, y responde directamente a la naturaleza del dao mismo expuesta a lo largo de los breves capítulos del mismo.
El Laozi, bajo una descripción general, es un documento que recolecta, mediante aforismos y palabras que aluden a imágenes móviles y paradójicas, la doctrina taoísta, su “enseñanza” y su “método”. En común acuerdo entre la mayoría de los estudiosos sobre el tema y los sinólogos historiadores especializados en él, este texto fue escrito entre los siglos VI y V antes de nuestra era, en la China de la dinastía Zhou, y representa como ya dije, el pilar doctrinal del pensamiento taoísta en general. La noción de inefabilidad al interior del texto es de suma importancia, casi tanto como las de flexibilidad y reciprocidad que impregnan línea tras línea el entramado total de la obra.
Como es notorio si se conoce un poco el trasfondo cultural y teórico daoísta, existe una preponderancia muy grande de la preferencia de la figura silenciosa por encima de la elocuente y discursiva en el ideal humano del Laozi, en contraste con las escuelas chinas confucianistas o moístas del mismo periodo; poniendo, así, hincapié en la conformación de la figura alegórica y modelo del daoísmo, en aquel que se ha llamado en varios textos representativos de esta filosofía sheng o santo, “el hombre de pocas palabras”, aquel hombre que es capaz de percibir y experimentar lo llamado natural como ninguna otra persona, razón por la cual a menudo las representaciones gráficas e ideográficas de este tipo de hombre eran alusiones directas de este ideal mayormente dispuesto a la observación y a la escucha que a la acción y a la palabra: un hombre con las orejas desmesuradamente grandes, y la boca desproporcionadamente pequeña.
Hay una perenne idea de la inefabilidad ante el misterio de los misterios presente en varios de los apartados del Laozi, una especie de concepción anti-lingüística y de descalificación del discurso para aprehender el dao, origen, fundamento y estructura de todo lo existente. Para muestra de lo anterior, claramente estipula en su imprescindible primer capítulo:
El curso que se puede discurrir no es el curso permanente.
El nombre que se puede nombrar no es el nombre permanente.
Sin nombre es el origen del Cielo y de la Tierra.
Con nombre es la madre de todos los seres.
Por eso, en la nada permanente se vislumbrará su misterio,
en el ser permanente se vislumbrará su límite.
Ambos brotan de lo mismo, aunque tienen distinto nombre.
Juntos significan obscuridad.
Obscuridad y obscuridad, puerta de todos los misterios.
Otra traducción del Dao de jing que pone mayor énfasis en la dicotomía expresable-inexpresable lo enuncia de la siguiente manera: El Tao que puede ser expresado no es el Tao absoluto / Los nombres que pueden decirse no son los nombres absolutos / Lo Sin Nombre es el origen del Cielo y de la Tierra / Lo Nombrado es la madre de todas las cosas. El dao o curso, el Misterio Cósmico, origen del Cosmos, del Cielo y de la Tierra, a su vez progenitor de todo ente es, por naturaleza, innombrable, inexpresable. Todo lenguaje queda al margen del dao; y proscrito fuera de lo nombrado, lo aprehensible por el entendimiento lógico ordinario humano. La inefabilidad ante el dao proviene precisamente de la incapacidad instrumental humana de abarcar la totalidad de lo existente, la fuente y cauce de la existencia misma mediante palabras, conceptos; concibiéndolo a menudo al interior del tratado como wúmíng, “lo sin nombre”. La paradójica imagen de la inefable, inimaginable e incognoscible especie de caos primigenio o de nada permanente a partir de la cual emergen todos los seres, regresa una y otra vez en varios de los apartados del Laozi. Es claro que en su manifestación conceptual, el dao, se prefiere al silencio por encima de la palabra ¿Responde esta abstención de la letra y de la voz frente a lo naturalmente inconcebible e inabarcable, al silencio contemplativo o de inefabilidad mística que hemos repasado anteriormente?
Esta inefabilidad frente a lo esencial produce, desde un punto de vista práctico o ético (de acción intersubjetiva), que el hombre sabio o santo se guarde de emitir juicios u opiniones particulares sobre las cosas y los asuntos, guardando siempre una postura silenciosa frente a los demás. Aquel que, conciente de la contradicción complementaria y necesaria de las cosas puede vislumbrar lo diverso como un todo unitario que no cesa su marcha y que sigue su propio y natural cauce, cesa de discutir acerca de las ilusorias distinciones y divergencias entre lo contingente. El límite instrumental del lenguaje en forma del silencio contemplativo al interior del Laozi se encuentra en la experiencia humana del dao, del curso, de lo Sin nombre. En último término, como hemos señalado anteriormente, el silencio del sheng no proviene en definitiva de un mutismo artificial y consensuado, sino de una experiencia personal unitaria de todas las cosas que ha logrado objetivarse en las páginas del Laozi; experiencia origen a su vez de un entendimiento adecuado de “los nombres” y de sus limitantes, de una asunción de los límites y barreras necesarias del lenguaje y de la comunicación intersubjetiva: el problema de la inefabilidad mística o del silencio contemplativo efectivamente aparece de nuevo según creemos, esta vez en la voz de tradición taoísta china.
Esta imposibilidad discursiva de acceso hacia el dao, se hace patente desde el Laozi sólo de un modo aforístico-poético, sin embargo, no explicita ni nos revela, al menos de manera descriptiva, el proceso experiencial a través del cual el sheng tuvo que atravesar para finalmente, consumar su unión legítima e inefable con el dao. Al no poder nominar ni clasificar el dao y al aparecer súbitamente el límite natural del lenguaje y del pensamiento racional ante su presencia omniabarcante, sobreviene, según algunos textos taoístas, una experiencia del ser en el que se disuelve toda subjetividad y en donde todas las categorías mentales se suprimen, alcanzando una compenetración única y una perfecta comunión con el dao: la inefabilidad mística que ahora entra en juego con la desaparición del ego, del Yo. Estos textos taoístas, en los que este estado y su desarrollo práctico y reflexivo son magistralmente descritos, responde al otro de los materiales más representativos y más sustanciales para el daoísmo: el Zhuangzi.
En realidad, es posible abordar el problema de la inefabilidad mística en relación con el Zhuangzi desde dos posibles frentes, que en el fondo, son uno mismo: el primero advierte el fenómeno de la “caotización de todas las cosas” (que implica ya una suspensión incluso de las categorías morales y de normatividad básica con las que operamos en la cotidianeidad), en el que es posible lograr un cese del decurso normal de nuestro pensamiento, del sentido común (del postulado lógico de la no-contradicción aristotélica por ejemplo, y huelga decirlo, la suspensión del principium individuationis tan característica en la descripción posterior de la experiencia mística) en orden de una entrada en una nada radical o un No-Ser de lo inconcebible para el intelecto humano, tras una serie de negaciones silogísticas que desencadenan inevitablemente en la inefabilidad pura y la no-pronunciación entera sobre el dao: igualando lo correcto con lo erróneo, lo bueno con lo malo, el arriba con el abajo, lo umbrío con lo soleado, los parámetros desaparecen, la razón se desvanece.
El segundo, implicado del primero, es la inherente imperfección del pensamiento-lenguaje discursivo para aprehender y expresar de manera satisfactoria el dao, desencadenando a su vez la percatación de la banalidad de las discusiones y argumentaciones teológico-filosóficas (tan características entre los letrados moístas y confucionistas chinos de ese periodo histórico) a través de un método dialéctico y argumentativo respecto de lo insondable, de lo inconcebible, de lo inabarcable. No es posible seguir manteniendo dicotomías y antinomias propias de la categorización y demás taxonomías de la realidad una vez que se ha experimentado la nada (wu) primordial, en la que los puntos de vista opuestos o contradictorios se pierden en un trasfondo de indiferenciación propia de cualquier experiencia mística, de éxtasis espiritual.
Al mismo tiempo, el lenguaje expositivo del Zhuangzi es rico en metáforas, analogías y aforismos legendarios y míticos, tratando de explicar sus exposiciones filosóficas, y en gran medida responde, según Toshihiko Isutzu, a la necesidad de romper con un ‘esencialismo’ riguroso característico del pensamiento filosófico confucianista, coetáneo a él. Es por ello que el filósofo taoísta se sirve de la recopilación y relectura de una variedad de leyendas populares plasmadas en libros tratados y diversos, incluso tomando de molde estas mismas para crear las suyas propias, con el fin como ya dije, de exponer sus ideas en un crisol que se antoja como más “literario” que “filosófico”.
Uno de ellos, el de la manifestación del dios chino Jiang mediante su representación como una gran “ave amorfa”, descrita en el texto chino Sha hai jing, ejemplifica óptimamente lo que se quiere decir. El uso de la expresión hun dun, “extrañamente amorfo”, la cual describe la apariencia del rostro del ave es a propósito retomada por el Zhuangzi para la elaboración de una nueva alegoría, la cual ostenta un significado filosófico inmanente tras su maquillaje literal y mítico. La alegoría del emperador Hun Dun, sin rostro definido, en la que accidentalmente sus súbditos le dan muerte al practicarle una perforación de los siete orificios básicos que posee toda faz para oír, comer, respirar y ver, representa una metáfora bastante ilustrativa de ese ‘primer estado’ en el que ninguna intervención humana puede ser bien recibida: lo natural es lo mejor, la intervención humana (en este caso, de los conceptos y la categorización filosófica: la famosa ‘filosofía de los nombres’ o ming practicada por Confucio) sólo puede hacer daño, alterar las cosas en detrimento del dao.
Esta oposición a un cierto tipo de esencialismo, esto es, a la creación de distinciones “esenciales” tan caras a los discursos filosóficos y teológicos, aparece como una postura contundente respecto al uso del pensamiento-lenguaje discursivo al toparse frente al territorio de lo experiencial trascendente, de lo indeterminado en la experiencia mística taoísta. Un halo de sacralidad imbuye toda esta serie de metáforas en el Zhuangzi, en donde se promulga una “no-acción” (wu-wei) del raciocinio en cuestiones de la experiencia de lo metafísico, de lo sobrenatural. Contrario a las enseñanzas impartidas por las escuelas clásicas de pensamiento chinas, establece paradójicamente un ejercicio de “no establecer”, de “no imponer”; toma una distancia teórica respecto de la racionalización minuciosa del objeto de la metafísica y de la ontología.
En otra metáfora contenida en el Zhuangzi, en la que un monje taoísta llamado Ziqi, al fijar la mirada en el cielo y mediante un suave ejercicio de respiración, pierde por completo la conciencia de su existencia física y de ‘los asociados’ (las oposiciones, los contrarios, la división entre mundo interno y mundo externo, etc.), se evidencia que la conciencia subjetiva de relaciones con lo sensible aparece disuelta, abstraída, borrada de sí. La frase empleada como contestación al alumno que le pregunta por su estado, “perderse a sí mismo”, no implica, creo, un puro perder el contacto con los demás y apartarse en la soledad para concentrarse en los pensamientos propios (lo cual ya implica algún grado de inefabilidad), sino la meta de la suspensión completa de la ‘disolución de los opuestos’, de la contingencia mundana y de cualquier dicotomía epistemológica y de distinción lógica, crítica o racional en el mundo fenoménico: un estado idílico de contemplación absoluta.
Este estado de auto-anulación llamado en el Zhuangzi como zuo wang o “sentarse en el olvido” representa una incógnita para cualquiera que no esté familiarizado con la inefabilidad producto de la experiencia mística ¿Es realmente experimentable este estado? ¿Qué representa esta descripción realmente, la de “sentarse en el olvido”? ¿Cómo traducir cualquier cosa a términos lógico-lingüísticos habiendo perdido la noción de subjetividad, el principio de individuación cercado por la lógica y el lenguaje discursivos? ¿Vívida metáfora poética, no más que una quimera producto de una ardiente y prolífica imaginación?
¿Qué es lo que descubrimos, pues, detrás del zuo wang? Varias cosas. En primer lugar, y quizás la más importante a este respecto, demarcar que la circunstancia antes descrita es puramente experiencial. De allí se deriva la premisa de que cualquier intento de categorización o aprehensión lingüística o racional, como ya analizamos de manera por demás exhaustiva, resulta inútil para explicar, siquiera transmitir, la plenitud del “fenómeno”. Recordemos que para el Zhuangzi, la explicación que se da de la experiencia de “sentarse en el olvido” sólo puede tomarse como un parámetro, como un símbolo si se quiere tosco, de lo que en realidad es, de su esencia asumida desde dentro de la práctica, del encuentro silencioso con la vivencia.
En segundo, la importancia preponderante del silencio contemplativo dentro de este estado, mismo en el que la idea de subjetividad, del Yo mental desaparece en una especie de “con-fusión” con la multiplicidad-unidad de lo existente es disuelto en el xu o vacío aparente, en la omnipresente y paradójica sobreabundancia de lo existente: el maestro Ziqi miraba el firmamento sumido bajo un etéreo silencio según se deduce, admirando el Todo (desde una perspectiva sujeto-objeto) en un primer momento, integrándose al mismo en uno segundo (en la experiencia unitaria con lo real). El límite natural y absoluto del discurso racional organizador y contingente encuentra en el zuo wang su ejemplificación práctica: es mediante esa experiencia que se hace posible, presente, esta categoría el acallamiento de la mente y de la boca ante lo insondable.
Además, parece no sólo ser necesaria una atmósfera silenciosa para poder lograr esta compenetración contemplativa con el dao, sino, más importante aún, consecuente e irreversible: bajo este marco resulta imposible hablar o comunicar algo cuando uno (que, paradójicamente ya no es uno mismo) se encuentra sumido en tan profundo estado de disolución, puesto que en ese momento, no hay tal existencia concreta del yo, no hay conciencia del uno mismo: si se me permite retomar un concepto bastante empleado al interior del lenguaje filosófico occidental, ya no existe un cogito cartesiano o conciencia del pienso, luego existo: el fundamento indubitablemente racional de nuestro ser, la percatación del existir mediante la reflexión del sí mismo, parece desvanecerse por completo.
La experiencia es, entonces y por sí misma, inefable. Aunque como bien señala Isutzu, Zhuangzi intenta describírnosla mediante lenguaje escrito, siempre falla en tanto que la plenitud y la riqueza de aquella es de una naturaleza muy superior (por asignarle parámetros racionales mesurables) al lenguaje y a lo susceptible de ser comunicado de un hombre a otro hombre. El fallo clásico de la experiencia mística traslapada al lenguaje, termina emparentando al daoísmo con todas las tradiciones anteriores que hemos repasado. Allí donde las categorías se disuelven, aquel punto ciego de completa luz o de completa obscuridad conceptual que nos resulta simplemente inenarrable, pasa desapercibida la categorización de la realidad o la distinción entre sustancias y esencias dentro del terreno de la ontología. Allí precisamente, según el daoísmo, comienza la intuición de la visión del dao. Hemos llegado al zhi zhi, al límite extremo del conocimiento, en el que uno se encuentra “ausente de muerte, y ausente de vida”.
“El que sabe no habla, el que habla no sabe”: así comienza el capítulo LVI del Laozi, comienzo que podría concluir inmejorablemente este apartado del silencio contemplativo dedicado al daoísmo y en general de toda nuestra exposición sobre la inefabilidad mística que ha llegado a su fin, ilustrando a su vez cuál es el ideal ético que alguien, en plena unión con el dao, debe poseer: la prudencia necesaria del ‘no-hablar’, la sabiduría consecuente del ‘mantenerse silencioso’, pues ¿de qué se puede hablar con alguien que a puesto todo su ser en algo de lo que no se puede hablar? “Lo más honroso bajo el cielo” parece ser, estando aún inmerso en la dinámica de la cotidianeidad y bajo el estado ordinario de conciencia subjetiva, tener la oportunidad de ver más allá de esos parámetros limítrofes del yo durante algunas ocasiones especiales, y así experimentarse cuando uno se lo proponga, en el momento justo, dentro de los confines originarios del mundo y de sus formas, de esas otras luminosas neblinas del “Misterio de los misterios”.

No hay comentarios:

Publicar un comentario