20100826

Silencio lógico o de ordenamiento del lenguaje


El silencio que acota y puntúa el discurso está trabado con el discurso mismo; forma cuerpo con la palabra y no es aislable de ella. Es un elemento fonético, morfosintáctico y semántico, sin el cual no habría sonidos significativos. El significado de estos silencios insertos en el discurso no es, por lo demás, separable del discurso mismo.

Alfredo Fierro Bardají


¿Qué entendemos por ‘silencio lógico’?

Toda pretensión de sentido o de direccionamiento tendiente hacia algún propósito constructivo, tiene como característica, desde nuestro punto de vista, la institución de un cierto orden anterior al mismo, la instauración de una cierta estructura previa, el establecimiento de una plataforma que permita una cierta armonía entre las partes que lo conforman: pensemos, por ejemplo, en los planos de una obra arquitectónica, en el lienzo en blanco de cualquier pintura aún no existente, en el tablero de un juego de mesa en donde se colocan las piezas antes de comenzar a jugar. En el caso del pensamiento-lenguaje discursivo, el significado o las acepciones parecerían estar insertas dentro de un mundo semántico común a todos nosotros, en una especie de universo extensivo de intercambio y de comunicación entre los seres humanos, con altas posibilidades de conexión entre individuos, en el que nos originamos y nos desarrollamos como ciudadanos y como participantes de esta cultura que, aunque sorprendentemente diversa en sus despliegues, no nos es ajena en absoluto, por muy lejana geográfica o históricamente que se encuentre.

Una de las características principales del ser humano, decía Aristóteles, es ser un animal racional: se ha dicho esto hasta el cansancio, pero es cierto. Somos un ser que mediante la separación y la diferenciación de las cosas puede llegar a una cierta comprensión de las mismas, todo mediante el oficio constante de construcción o descubrimiento de estructuras de significado en relación con las partes de un todo, con el estudio paciente de los elementos que contiene e integra su realidad: somos ese ser que separa, que fragmenta, y que después, si la circunstancia así lo permite, vuelve a unir lo que ha disecado. Esta labor de vinculación y re-ligamiento posterior de todo lo que aparece ante nosotros de manera abrupta y misteriosa desde que nacemos hasta que morimos, habremos de llamarle aquí lógica (del vocablo griego logos: orden, razón, palabra, discurso, o enunciado con sentido).

El primer tipo de silencio al que hago alusión es precisamente ese que está directamente atendiendo a cierta y fundamental función o capacidad del ser humano, una de las principales que poseemos, y quizás la que nos define de mejor manera, es decir, la de ordenar o racionalizar lo real a través de nuestro lenguaje, necesidad explícita de comunicación, otorgándole orden, razón, sentido y coherencia mediante la actividad de una cierta lógica común; por esta razón he convenido en llamarle a esta manifestación del silencio, silencio lógico o de ordenamiento del lenguaje, con todas las ambigüedades que este término pueda acarrear, debido a sus muchísimas acepciones análogas en los más diversos campos de la filosofía y del conocimiento humano en general; no obstante, me ha parecido también el más aproximado a lo que he querido explicar su función tan particular dentro del pensamiento-lenguaje discursivo.


Paradigma del silencio lógico: los silencios en el lenguaje musical

La música, comprendida como una cierta manifestación del lenguaje, me parece que tendría que ser pensada ante todo como un tipo muy particular de racionalidad, como un logos más, uno de tesitura altamente sublime, sí, pero en medio de muchos otros. Los conceptos de organización y de armonía al interior de la estructura musical son fundamentales para su plena constitución, o como le llamara Agustín de Hipona en De Musica, de “la ciencia de la buena modulación”. Como sabemos bien, la modulación se compone de módulos, de unidades modulares que se encuentran innegablemente conectadas con un lenguaje estructural matemático, con un logos aritmético que distancia y que separa a las consonancias por medio de intervalos regulares y progresivos, cuyo efecto es esa armonía o belleza percibida por nuestro aparato auditivo, pero sobre todo, por el cognoscitivo, intrínsecamente unido al primero. Esa primigenia coherencia entre las partes es la raíz, pues, de que podamos llamar a alguna pieza musical, mediante nuestra apreciación muy particular, una obra de arte, y la que la distingue de un simple chasquido aislado, de un ruido incidental, etc.

Sin necesidad de tener profundos conocimientos sobre el uso de la tetractys pitagórica o de la proporción áurea para la teoría musical, base indiscutible de las creencias esotérico-numéricas de esta antigua secta, o por ejemplo, sobre la concepción de armonía griega derivada del pitagorismo en su desarrollo de ésta misma a lo largo de la intrincada y complejísima historia musical de Occidente, no es ningún secreto que la música representa, ante todo, una forma ordenada de conjunción de ondas sonoras y de vibraciones aéreas captadas por nuestro espectro auditivo. Como todo buen lenguaje, se encuentra regido por reglas, por un orden previo, por equivalencias, por modulaciones que le permiten establecer la estructura adecuada para la correcta aprehensión (comprensión) racional por parte del ser humano al ser primero percibida, y después si se quiere o se necesita, estudiada.

La escala musical es una manifestación lingüística, y de eso no puede haber duda, pues también, como todo logos, pretende principalmente abstraer elementos de la realidad para transformarlos en productos acabados, en este caso, una variedad muy amplia de vibraciones que se encuentran distribuidos de manera aparentemente caótica en la naturaleza, y traducirlos a un lenguaje universal, válido en todo sentido para todo ser humano, aún pese a ser compuesta de puros sonidos aleatorios, ruidos, estridencias y demás extravagancias, como en el caso de la música concreta de Schaeffer, la corriente estocástica de Xenakis, los experimentos sonoros de Stockhausen, etc. Representa una alternativa más de comunicación interpersonal de ideas y de sentimientos que son expulsados a través de emisiones sonoras debidamente ordenadas y estructuradas, racionalizadas, de tal manera que puedan penetrar en las fibras sensibles e intelectivas humanas, si bien no de igual manera, sí de modos parecidos: es una manifestación de logos, de orden y de coherencia, de elementos particulares organizados bajo una serie de patrones regulativos.

En el pentagrama musical, por poner un ejemplo clásico, un silencio representa una pausa, acotación imprescindible para la conformación de la estructura de una pieza musical, pues le otorga un cierto sentido del tiempo, de la espaciación y, por ende, esto propicia el debido posicionamiento a las notas y un continuo fluir de la pieza musical; le marca cierto momento de suspensión a la música: de allí su carácter estructural, pues sin silencios dentro de una partitura, se perdería por completo la coherencia del lenguaje de las notas: aparece el sentido del ritmo, de los compases, de las consonancias y de la coloratura misma de la pieza. No hay fraseo sin silencios, representan el trasfondo blanco, repartidor de distancias y de diferencias, de la obra entera.

Como podemos adivinar, sin espacios entre las notas (los cuales también son algún tipo de silencio) y sin las acotaciones de los tiempos y de los compases, del ritmo mismo, una gran sinfonía no sería tal, una hermosa cantata se volvería una experiencia penosa, un deslumbrante concierto no tendría ningún valor estético de por medio: se volvería un sonar continuo, intermitente o amorfo, pobre en significado, sin pausas que delimiten la interpretación de los instrumentos correspondientes y sin marcas que permitieran el cese de unos y que permitieran la entrada a otros en momentos más o menos regulares de incremento o decrecimiento de intencionalidades y de emotividad, con lo cual no se podría obtener una buena apreciación y asimilación de lo interpretado.

De manera más o menos análoga, algo similar sucede con el pensamiento-lenguaje discursivo, el manifestado por la comunicación oral y escrita. Sin silencios que lo delimiten y lo articulen, obtendríamos ni más ni menos que un ruido blanco incesante, una inexistencia del diálogo. Un diálogo necesita, obviamente, dos cosas: que una persona hable, y otra que escuche. En la lectura de un texto también es menester que alguien lea, y que el que lea esté dispuesto a guardar silencio mientras está tratando de comprender lo que dice el texto: ya veremos estas condiciones de posibilidad de lo lingüístico con mayor detenimiento dentro de nuestro siguiente apartado. Sin embargo, en segundo término, también es menester que en un diálogo se respeten las pausas y los intervalos necesarios entre palabras y entre enunciados, y que se le pongan los signos de puntuación y los espacios entre letras y entre palabras adecuados al discurso con el fin de generar un correcto entendimiento entre el emisor y el receptor. ¿Cómo podríamos concebir siquiera la posibilidad de la comunicación y de la comprensión entre individuos sin un silencio que regulara y le diera su tiempo y espacio a cada idea, a cada palabra y a cada letra? Sería prácticamente imposible.


Signos de puntuación y espacios intergramaticales: el silencio lógico como batuta para el pensamiento-lenguaje discursivo

Dentro del pensamiento-lenguaje discursivo, al igual que en el musical, también encontramos símbolos gráficos del silencio: los signos de puntuación. El punto, la coma, los dos puntos, el punto y coma, los tres puntos, etc. son formas claras de la regulación que ejerce el silencio dentro de un sistema de comprensión como lo es el lenguaje, en este caso, el escrito, eco de lo hablado. Además de dotar al discurso de significaciones distintas y de una variedad de énfasis que sin este uso de la puntuación no sería posible, también permite el flujo normal del discurso sin perder su racionalidad, su sentido. Es el hilo conductor por el que se rige éste mismo, y el cual conduce el diálogo o el intercambio de ideas a buen fin: el de la comprensión sin obstáculos lingüísticos o gramáticos forzados.

Al estar escribiendo estas líneas, está siendo de capital importancia para la correcta transmisión de mis ideas y de mi intencionalidad el uso de los signos de puntuación, los cuales marcan una clara diferenciación entre palabra y palabra o entre enunciados, párrafos, etc. Hay una división constante, una separación, una ratio que opera dentro de mi intelecto (ya casi innatamente por el uso de la misma y por la práctica constante en el ejercicio lingüístico) en todo momento al fluir continuo de mis ideas hacia mis dedos, y de ellos hacia el teclado de mi computadora.

De igual manera, al estar escribiendo esto, soy conciente de los espacios que deben existir entre letras y entre palabras, espacios mismos que, siendo ausencia de sonido o de imagen (de caracteres) son una especie de silencio que separa y que otorga su lugar a todos los términos que pretendo externar en este texto. La interespacialidad, al igual que la necesidad del vacío en correlación con los átomos para la existencia de la materia en la teoría epistemológica de Demócrito, es condición de posibilidad para que el discurso exista como tal, como discurso racional y susceptible de ser entendido, de ser asimilado.

El enunciado: “La inefable profundidad del cielo vigila sobre nuestras cabezas”, no resulta igual que: “Lainefableprofundidadcielovigilasobrenuestrascabezas”. Otro ejemplo es: “Ni esto, ni el otro… no lo sé: quizás ninguno de los dos; en última instancia todo es ambiguo”, que no es lo mismo que decir: “Ni esto ni el otro no lo sé quizás ninguno de los dos en última instancia todo es ambiguo”. Las diferencias son, por demás, notorias.

Siendo necesaria la división de las palabras y las letras mediante los espacios y los signos de puntuación que marcan tiempos o intervalos de ausencia de habla para la mejor comprensión de las ideas trasmitidas dentro del pensamiento-lenguaje discursivo, el silencio lógico es una pieza fundamental dentro de la coherencia y la fluidez del discurso, ya que sin estas pautas silenciosas al interior de nuestra gramática, estaríamos en graves problemas al tratar de interpretar o de traducir cualquier tipo de mensaje presente tras el esquema del pensamiento- lenguaje discursivo.

De alguna manera, mediante estos silencios gramaticales, se le otorga al anterior cierta lógica o cierto sentido; se dota al lenguaje de ciertos silencios necesarios en el diálogo común y corriente, como el tiempo necesario para tomar aire o para humedecer la boca después de un largo periodo de habla: los signos de puntuación son el reflejo simbólico de este tipo de necesidades fisiológicas en relación con el lenguaje discursivo. El silencio lógico, en esa medida, resulta incluso natural en ese sentido: uno no puede pasar todo el tiempo hablando continuamente y sin pausas. El silencio es en gran medida también descanso, el reposo natural del lenguaje.


El silencio lógico como continentia o moderación del lenguaje

El sentido del silencio lógico como continentia o moderación del lenguaje va muy de la mano con el del silencio lógico de sentido gramático, con la única diferencia de que en el primero es necesario poner más el énfasis en la regulación armónica o en la preservación de las fuerzas internas creadoras y destructivas del hombre, con el fin de lograr una expresión adecuada en el intercambio de palabras con otro hombre en particular, a diferencia en el caso del uso gramático, que se trataba de una especie de fenómeno absoluto en el lenguaje, un silencio ordenador necesario en todas las lenguas y en todo diálogo, es decir, del lenguaje discursivo en general, y no sólo el inserto dentro de una circunstancia específica. Esta moderación del lenguaje no permite que las palabras salgan de su cauce, es decir de su significación racional en la cual va implícita un mensaje al interlocutor, ya que muchas veces debido al ímpetu y a la falta de autocontrol de nuestras emociones o de nuestras pasiones, las ideas se arremolinan con tal fuerza que se confunden unas con otras, volviendo casi imposible la expresión adecuada de las mismas en forma de lenguaje.

Un lenguaje moderado debe ser un lenguaje que produzca intervalos entre las palabras y que deje espacios (respiros, pausas) para crear sentido y énfasis en lo que queremos decir, para darle matices a lo dicho; debe canalizar las energías internas que apuntan para su pronta expulsión al exterior de la manera más ordenada y coherente posible. La idea central aquí es que, mediante esta identificación del silencio lógico como continentia o moderación de lo hablado y de lo escrito, se debe de hacer evidente la importancia de éste mismo dentro de la estructura del lenguaje discursivo y racional, ya que sin contener, clasificar, depurar y ordenar toda la impetuosa plétora de significados o emociones de las que estamos constituidos, lo único que saldría al exterior, al igual que con el ejemplo de la música, serían sonidos inarticulados, teratológicos, o en el mejor de los casos, enunciados sinsentido o carentes de racionalidad comunicativa que no resolverían inquietudes o problemas que se susciten en la realidad y que requirieran de un análisis lógico o de cierta reflexión, dentro de la cual es necesaria cierta frialdad y continencia del pensamiento, una sobriedad del intelecto. No se puede ser dadaísta ni estridentista cuando se va al banco a cobrar nuestro sueldo, cuando se pide el menú en un restaurante, cuando se redacta un documento en la oficina: sería un auto-sabotaje en nuestras vidas diarias.

Este silencio temperante como ‘auto-controlador’ o regulador de sí mismo inserto en el discurso y propiciador de la racionalidad misma es al que me refiero aquí; un silencio que, además de ordenar el discurso en enunciados y palabras completamente entendibles, logre mediante el uso de estas palabras y enunciados la resolución de problemas y el intercambio ameno de ideas que se da en la plenitud de la comunicación, cuando se pretende hablar con otra persona teniendo de por medio algún tópico, tema o hilo conductor de la conversación.


El traductor invisible: El silencio lógico como trasfondo del pensamiento-lenguaje discursivo y como condición de posibilidad para la comunicación humana

En resumen, el silencio lógico funcionaría como aquel elemento estructural que le da coherencia, orden, sentido al discurso; aquel que mediante la articulación de sus partes, e imponiendo la norma para que cada letra, palabra, enunciado o manifestación lingüística ocupe su respectivo lugar y se manifieste durante cierto tiempo (durante intervalos armónicos, más o menos regulares), se logre un “todo discursivo” armónico y comprensible, propicio para la comunicación humana. Toda palabra proferida está limitada por silencios. Silencio al comienzo, en medio y al final de cada palabra. Sin ellos, la pronunciación con sentido resultaría imposible. Los silencios corresponden en el lenguaje oral a los intervalos que separan las palabras; en el lenguaje escrito, a los puntos comas, dos puntos, es decir, a los signos de puntuación.

Los silencios aseguran la continuación espiritual del sentido a través de la discontinuidad sonora de las palabras. Las sílabas, las proposiciones, las frases, no se individualizan sino separadas por espacios en blanco, por pausas de respiración que dan a las palabras su movimiento y su aspecto. Los silencios del habla de la puntuación determinan la forma de la palabra, regulan el caudal verbal, su cadencia y su medida y están inseparablemente unidos a su poder de significación y a su potencia emotiva. Toda palabra articulada está compuesta de silencios y sonidos. Y los silencios, lejos de despedazar las palabras, contribuyen a su unidad inteligible, a su sentido. No es lo mismo leer en voz alta un entusiasta manifiesto político en prosa que declamar un poema trágico en verso, y no se lee de la misma manera un texto de divulgación científica que una canción popular: la intencionalidad de cada uno de estos logoi está dictaminada, entre otras cosas, debido al ritmo y la entonación acotados por la serie de silencios que las une. Hay que tomar una bocanada de aire cada que se habla, una y otra vez, cuantas ocasiones sea necesario, para que nuestro interlocutor nos entienda, para no perder el aliento. La respiración misma dictamina casi siempre, en alguna medida, el sentido de nuestro discurso.

Es así como este primer tipo de función instrumental del silencio por lo general pasa bastante desapercibida para nosotros, pues nos resulta ya tan natural su presencia ‘incrustada’ dentro del pensamiento-lenguaje discursivo, tan implícita, que no nos percatamos de ello. Situación análoga y emparentada con el verbo ser al interior del discurso: por abarcar todo lo lógicamente existente, y por unir y darle coherencia a lo que se puede pensar, es dado por hecho y pasamos de largo ante éste normalmente, como pasamos de largo, de hecho, ante algo que no hace ruido, algo profundamente silencioso, siempre vigilante tras bambalinas.

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